+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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15 de mayo de 2010

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]a Ascensión es el broche de oro a la existencia histórica de Jesús. Significa el triunfo del amor, la culminación de la resurrección. No se ha ido a un lugar más allá de las nubes, ha entrado en una dimensión nueva, llevando ahora como trofeo su cuerpo glorioso, transfigurado por el Espíritu.

El cuerpo en la antropología cristiana no es para la muerte sino para la vida. La resurrección nos desvela que la corporeidad no se agota en la materialidad física, ni en la continuidad bioquímica de sus elementos, sino que hace valer la perspectiva de la relación, del encuentro, de la transparencia y la comunicación.

Estamos tan atados a las coordenadas de espacio y tiempo que no entendemos que haya otras dimensiones que transciendan tales coordenadas, que haya otros niveles de relación y otras maneras de presencia. Hasta la experiencia nos enseña que, a veces, estamos físicamente cerca, pero espiritualmente lejos. Y viceversa: que podemos estar espacialmente lejos, pero espiritualmente muy próximos. Y esto, que es verdad cuando vivimos en la carne, es mucho más verdad cuando vivimos en el espíritu.

La Ascensión no inaugura una ausencia, sino una forma nueva de presencia. Jesús continúa con nosotros por medio de su Espíritu.

Cristo ascendiendo entra en el corazón del Padre y adquiere la capacidad de estar en el corazón de la humanidad y del mundo. La Ascensión no es alejamiento, sino profundización en la comunión. «Os conviene que me vaya -decía Jesús-; así os enviaré mi Espíritu».

Al celebrar la Ascensión la esperanza canta dentro de nosotros, se empina y crece. Jesús, “el primogénito de muchos hermanos” nos precede. El camino está abierto. Todo hombre podrá también dejar un día el barro, el dolor y la muerte, y volar hacia la libertad más plena y la felicidad sin límites.

Quien descendió a lo más bajo es elevado a lo más alto, quien se hizo siervo es proclamado Señor; quien quedó como despojado de su divinidad, se sienta a la derecha del Padre compartiendo su señorío.

El camino de la ascensión cristiana no consiste en mágicos vuelos que nos hagan escapar de nuestro compromiso con el mundo. Vamos ascendiendo en la medida en que bajamos a la arena del servicio, del amor, de la entrega a los hermanos. El cristiano asciende bajándose. Ése fue el camino que siguió Jesús. “Dije: “¡no habrá quien alcance!”: y abatíme tanto, tanto/ que fui tan alto tan alto, / que le di a la caza alcance”, dirá Juan de la Cruz tras una de esas experiencias místicas.

«¿Qué hacéis ahí plantados, mirando al cielo?», se les dice a los apóstoles después de la Ascensión. Jesús, acabada la tarea que el Padre le encomendó, es como si nos dijera: “Ahora os toca a vosotros: Como el Padre me envió, yo os envío. Id a proclamar el evangelio. Salid al campo abierto, al frío y a la lluvia, acercaos al dolor de los hombres; curad enfermos. Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.

Los cristianos vivimos siempre entre dos tentaciones: Quedarnos mirando al cielo, en un cristianismo desencarnado, espiritualista, de huida del mundo, donde ha de crecer el Reino de Dios en medio de las luchas y miserias humanas, o mirar sólo a la tierra, perder la perspectiva que marca Cristo con su victoria, sofocar el dinamismo que genera la Pascua, achicar la esperanza haciendo del cristianismo puro temporalismo.

La Ascensión nos enseña que no hay que quedarse mirando al cielo; pero también nos enseña que no hay que olvidarse de mirar al cielo.