+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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16 de mayo de 2015

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]a Ascensión es el broche de oro a la existencia histórica de Jesús. Significa el triunfo del amor, la plenitud de la resurrección.

Jesús con su Ascensión no se ha ido a un lugar más allá de las nubes. Como resucitar tampoco es volver a la vida histórica y caduca anterior; es entrar en una dimensión nueva. Sentarse a la derecha del Padre no es ponerse a descansar, sino recuperar su condición divina, oscurecida por la encarnación, llevando ahora como trofeo su cuerpo glorioso, transfigurado por el Espíritu vivificante.

La Ascensión no inaugura una ausencia, sino una forma nueva y distinta de presencia. Jesús se va dando el Espíritu, que será su nueva forma de presencia.

Estamos tan atados a las coordenadas de espacio y tiempo que no entendemos que haya otras dimensiones que transciendan tales coordenadas, que haya otros niveles de relación y otras maneras de presencia. Sabemos que podemos estar espacialmente lejos unos de otros y, sin embargo, muy cercanos; y al revés, estar físicamente cerca y espiritualmente lejos. Y esto que es verdad cuando vivimos en la carne, es mucho más verdad cunado vivimos en el espíritu.

Cristo ascendiendo entra en el corazón del Padre y adquiere la capacidad de estar en el corazón de la humanidad y del mundo. La Ascensión no dificulta, sino que profundiza la comunión. «Os conviene que me vaya -decía Jesús-; así os enviaré mi Espíritu».

Al celebrar la Ascensión la esperanza canta dentro de nosotros, se empina y crece. El camino está abierto. Podemos dejar barro, dolor y muerte, y volar hacia la libertad más plena y la felicidad sin límites.

Juan de la Cruz, que entendió muy bien las paradojas del cristianismo, cantaba en sus «coplas a lo divino»: «Dije: «No habrá quien alcance», / y abatime tanto, tanto, / que fui tan alto tan alto/ que le di a la caza alcance».

Quien descendió a lo más bajo es elevado a lo más alto, quien se hizo siervo es proclamado Señor; quien quedó como despojado de su divinidad, se sienta a la derecha del Padre compartiendo su señorío.

El camino de la ascensión cristiana no consiste en mágicos vuelos que nos hagan escapar de nuestro compromiso con el mundo. Vamos ascendiendo en la medida en que bajamos a la arena del servicio, del amor, de la entrega a los hermanos.

«¿Qué hacéis ahí plantados, mirando al cielo?», se les dice a los apóstoles después de la Ascensión. Jesús, acabada la tarea que el Padre le encomendó, es como si nos dijera: Ahora os toca a vosotros: Como el Padre me envió, yo os envío. Id a proclamar el evangelio. Salid al campo abierto, al frío y a la lluvia, acercaos al dolor de los hombres; curad enfermos. Yo estoy con vosotros, pero de otra manera; os acompañaré con la presencia de mi Espíritu.

Los cristianos vivimos siempre entre dos tentaciones:

            – Quedarnos mirando al cielo, en un cristianismo desencarnado, espiritualista, de huida del mundo, donde ha de crecer el Reino de Dios en medio de las luchas y miserias humanas.

            – Mirar sólo a la tierra, perder la perspectiva que marca Cristo con su victoria, sofocar el dinamismo que genera la  Pascua, achicar la esperanza haciendo del cristianismo puro temporalismo.

La Ascensión nos enseña que no hay que quedarse mirando al cielo; pero que no hay que olvidarse de mirar al cielo.