+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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31 de mayo de 2014
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]a Ascensión es el broche de oro a la existencia histórica de Jesús. El que se abajó hasta la muerte es exaltado hasta la gloria del Padre.
El hecho que pone fin al camino terreno de Jesús es el inicio de un nuevo camino: El de la Iglesia, que prolonga su misión entre los hombres: “Como el Padre me envió al mundo, así os envío yo”.
El evangelista es tan parco al contar el hecho de la partida de Jesús que lo despacha en una sola línea. No hay la más mínima condescendencia a la curiosidad: “Fue elevado al cielo”. Su camino termina por donde había empezado, en la comunión de vida con el Padre. Lo de la nube parece un recurso literario para expresar que ha terminado el tiempo de su presencia visible. Porque la Ascensión no inaugura una ausencia, sino una nueva forma de presencia.
Aunque el hecho se resuma en una línea, vale la pena contemplar en el texto el antes y el después. La narración parece interesada en que nos fijemos, más que en el hecho de la Ascensión en sí misma, en la actitud de los discípulos ante el hecho. Y ahí aparecen dos posturas necesitadas de orientación.
Antes de la partida los discípulos tienen curiosidad en conocer “los tiempos y momentos”. La otra postura es la de quedarse mirando al cielo. En el primer caso la corrección, amorosa corrección, viene de Jesús mismo; en el segundo, el reproche viene de los ángeles. Veamos:
“Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino a Israel?”, le habían preguntado. Y Jesús se ve obligado a corregir la idea de sus discípulos, a enderezar sus esperanzas y sus expectativas. La respuesta es mitad reproche, mitad programa de futuro. Les reprocha que se preocupen de lo secundario y olviden lo realmente esencial. Porque lo importante no es el “cuando”, que, por otra parte, pertenece al secreto de Dios, sino qué han de hacer ellos en el entretiempo que va de la partida de Jesús hasta su venida al final del tiempo, cuál ha de ser su empeño y su misión. Se trata, además, de una pregunta ligada a viejas tradiciones que soñaban con un Mesías restaurador del reino de Israel. Soñaban con un Mesías triunfal, y estaban impacientes por ver enseguida el triunfo y el éxito. El reino del que Jesús hablaba era muy diverso del que imaginan. Por otra parte, los tiempos de Dios son largos y exigen paciencia.
Los discípulos deberían preguntarse más bien ¿qué hemos de hacer nosotros? Esa es la pregunta a la que responde Jesús asignándoles un ambicioso programa pastoral: “seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta el confín de la tierra”.
Una vez que Jesús ha partido, los discípulos se quedan mirando al cielo. Ahora, como decía, el reproche viene de los ángeles: “Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?”.
En la Ascensión Jesús nos pasa el testigo de la misión. Nosotros somos ahora su cuerpo, sus manos, sus pies, sus labios, su corazón. Él nos acompaña con la presencia de su Espíritu. Por eso, aunque no debemos de dejar de mira al cielo, donde está nuestro destino de gloria, no podemos quedarnos mirando al cielo. Tenemos tarea, la hermosa tarea de prolongar su misión, de ser sus testigos. Testigo es aquel que anuncia un mensaje del que está plenamente convencido y por el que está dispuesto a empeñar toda su vida. Testigo es el que vive lo que anuncia, y viviéndolo lo hace creíble.
El camino del testimonio va de Jerusalén al mundo entero. En esta perspectiva se inserta la conclusión del evangelio de san Mateo, que, en vez de hablar de la partida de Jesús al cielo, subraya la misión encomendada: “Id y haced discípulos a todos los pueblos. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos”. La subida al cielo no es para decirnos que su misión ha terminado, sino que ha cambiado el modo de presencia. A una presencia terrena, visible, circunscrita a un tiempo y un espacio, seguirá una presencia en el Espíritu, en la Palabra, en los Sacramentos, en la comunidad, en los pobres.
En esta fiesta la Iglesia celebra también la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales. Tanto el mensaje del Papa Francisco como el de los Obispos de la Comisión Episcopal de Medios de Comunicación Social nos hablan de una comunicación que esté al servicio de una auténtica cultura del encuentro. La globalización nos acerca, pero no nos hace más hermanos. Sigue habiendo numerosas formas de exclusión, marginación y pobreza, así como conflictos en los que se mezclan causas económicas, políticas, ideológicas y también, desgraciadamente, religiosas. El mundo de las comunicaciones pueden ayudarnos a crecer o, por el contrario, a desorientarnos, a aislarnos, a perder capacidad de reflexión y juicio. Los comunicadores tienen aquí una especial responsabilidad.
Expresamos nuestro reconocimiento agradecido a los comunicadores y a los medios que nos permiten agrandar nuestra voz. Que Jesucristo, el primer comunicador, aliente y bendiga a cuantos trabajan en este campo tan difícil, tan lleno de riesgos, pero sobre todo de posibilidades como es éste de las comunicaciones.