Antonio Carrascosa Mendieta
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15 de marzo de 2014
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La actividad económica no puede resolver todos los problemas sociales ampliando sin más la lógica mercantil. Debe estar ordenada a la consecución del bien común, que es responsabilidad sobre todo de la comunidad política. Por tanto, se debe tener presente que separar la gestión económica, a la que correspondería únicamente producir riqueza, de la acción política, que tendría el papel de conseguir la justicia mediante la redistribución, es causa de graves desequilibrios. (BENEDICTO XVI, Caritas in Veritate 36, [2009])
Uno de los dramas de nuestro tiempo es la separación entre economía y política. Todos tenemos la sensación de que los gobernantes de nuestras naciones cada vez están más limitados a la hora de tomar decisiones económicas frente a los mercados, que son los que realmente gobiernan el mundo. Desde esta lógica, como mucho, la política podría redistribuir un poco mejor los beneficios de la economía en los tiempos de bonanza, (que ciertamente, no son los que vivimos) pero sería incapaz de orientar la vida económica desde principios basados en la justicia.
Sin embargo, para los cristianos la justicia no puede ser un segundo momento de nada, sino que tiene que estar a la base de todo; no puede consistir en un reparto de lo que sobra, sino que debe vertebrar todas las fases de la actividad económica. La supuesta libertad de los mercados no es tal si no es controlada en aras de la igualdad de todos los seres humanos, y eso supone un poder político fuerte que defienda a los más pobres de la sociedad frente a los poderosos que dominan esos mercados y los utilizan para difundir y agrandar la pobreza por todo el planeta.
La Doctrina Social de la Iglesia lo tiene claro: aquí quien debe mandar es la política, controlada democráticamente por los ciudadanos. Lo contrario (que es lo que desgraciadamente vivimos) es la dictadura de los mercados… La más grande y la más genocida que ha conocido la historia humana. ¿O no?