+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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26 de febrero de 2022

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Caudete, 27 de febrero de 2022

         El templo de la parroquia de Caudete tiene el gran regalo de que en él se conservan unas “hostias consagradas”, incorruptas, donde Dios está realmente presente, y que se han venido conservando y venerando año tras año, como un milagroso regalo que permanece entre nosotros. Este misterio eucarístico en Caudete se ha conservado en gran manera con el buen hacer de su Cofradía Sacramental. Con gran alegría y fe eucarística proclamamos este gran regalo divino, presencia amorosa de Dios Eucaristía, corazón lleno de amor, rezando esta piadosa exclamación: “Adoro te devote, latens deitas”. “Te adoro devotamente, mi Dios escondido”; “Te adoramos devotamente, nuestro Dios escondido”.

La Santísima Eucaristía que estamos celebrando en esta mañana nos invita a agradecer el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre. En este admirable sacramento se manifiesta el amor más grande, aquel que impulsa a dar la vida. Jesús nos amó hasta el extremo.

Nos encontramos ante Jesús Sacramentado, ante Jesús Eucaristía, presente en las “hostias incorruptas”: un profundo misterio de presencia divina, de entrega total, de fe y de amor. En la Eucaristía, Jesús se da a sí mismo; ofrece su cuerpo y derrama su sangre. Entrega así toda su vida, manifestando la fuente originaria de este amor divino. Y nuestra respuesta no puede ser otra que la contemplación, la adoración y la acción de gracias. Una adoración llena de agradecimiento, de humildad y de amor. Con la adoración manifestamos nuestra fe en la Eucaristía, es decir, proclamamos que Jesucristo está verdadera, real y sustancialmente presente en la Hostia Consagrada con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. Expresamos también nuestro profundo agradecimiento porque Jesús, siendo Dios, se hizo hombre y se ha quedado muy cerca de nosotros, hecho Eucaristía, pan y vino, Cuerpo entregado y Sangre derramada por nosotros y por todos los hombres para ser alimento de inmortalidad. La contemplación de la humildad de Jesucristo nos lleva a imitarle y a acércanos a él con un corazón humilde y devoto, pues estamos en la presencia de Dios, y a manifestarle gozosamente, llenos de sinceridad y confianza, nuestro amor por tanto amor como hemos recibido y recibimos de Él. «Te adoro devotamente, mi Dios escondido».

«Tomad y comed porque esto es mi Cuerpo; Tomad y bebed porque este es el cáliz de mi sangre». Palabras solemnes, sencillas y acogedoras en boca de Jesús. Motivo de gozo y de profunda alegría porque Jesucristo Eucaristía es siempre el punto de referencia central para la vida de un cristiano. Cristo, que se da, se ofrece, se entrega totalmente para salvarnos, se hace cercano a nosotros en los signos de pan y vino, comida y bebida de salvación. «Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene ya vida eterna». La Eucaristía es la más bella invención del amor de Cristo. Misterio profundo de amor y presencia.

La razón de Cristo en la Eucaristía es siempre el “amor”. El “amor” le pide estar con nosotros, estar esperándonos a nosotros, comunicarse con nosotros, ser comido por nosotros, meterse dentro de nosotros. No puede llegar a más la omnipotencia de Cristo respecto a la comunicación con nosotros.

Porque pudo y porque quiso, Jesucristo permanece con nosotros, realmente presente en la Eucaristía, en el pan y en el vino eucarísticos, en la Hostia consagrada depositada en el interior de la custodia, o en las “Hostias incorruptas” en Caudete. Jamás podremos dejar de adorar y agradecer este gesto sublime del amor de Cristo. En la Eucaristía el Hijo de Dios viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros. La adoración eucarística no es sino la continuación lógica de la celebración eucarística, la cual es en sí misma el acto más grande de adoración de la Iglesia. Recibir la Eucaristía en la Misa, comulgar a Jesús, significa adorar al que recibimos. Y es así como nos hacemos una sola cosa con El; y, en cierto modo, pregustamos anticipadamente la belleza de la liturgia celestial. La adoración eucarística prolonga e intensifica lo acontecido en la misma celebración litúrgica de la Santa Misa.

En la Eucaristía Cristo se inmola permanentemente. Se ofrece como oblación perenne al Padre y para bien de las almas. Se presenta ante el Padre como cordero inmolado, como sacerdote y víctima. En la Eucaristía, Cristo está orando permanentemente por la Iglesia, está siempre vivo ante el Padre, intercediendo, rogando, orando por nosotros que somos el objeto de su amor, de su inmolación, de su intercesión.

La Eucaristía es el misterio de un Dios entregado, de un Dios que, siendo totalmente inocente, muere en la cruz para salvarnos; de un Dios que se queda realmente presente entre nosotros bajo las especies consagradas de pan y vino. Comemos y bebemos el pan y el vino del amor y la entrega. Y, a la vez, somos invitados a «partirnos» como el pan y alimentar a nuestros hermanos con la fe, la caridad, la entrega y ejemplo de nuestras vidas y el servicio gratuito y generoso. Somos invitados a entregarnos como Cristo, dando y dándonos; sirviendo y salvando.

Jesucristo murió, resucitó y subió a los Cielos, y está sentado a la derecha de Dios Padre. Pero también permanece en la Hostia Consagrada, en las “hostias incorruptas en Caudete”, en la custodia y en todos los sagrarios del mundo. Y ahí está vivo, en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, es decir, con todo su ser de Hombre y todo su ser de Dios, para ser ese alimento que nuestra vida espiritual necesita.

 

La Eucaristía que adoramos y con la cual nos alimentamos nutre nuestra alma, aumenta la gracia y acrecienta la unión con Cristo; nos da energía para cumplir la voluntad de Dios y para evitar el pecado; nos fortalece en las tentaciones y nos impulsa a amar a Dios y a los hermanos; nos une en comunión con Cristo y con el prójimo y nos va asemejando a Jesucristo.

La Eucaristía como alimento especial, al recibirla y adorarla, nos une a Jesucristo: «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en Mí y Yo en él» (Jn. 6, 56), y nos conduce a la vida eterna: «Yo soy el Pan vivo bajado del cielo: el que come de este Pan vivirá para siempre; …Quien come mi Cuerpo y bebe mi Sangre, tendrá vida eterna y Yo lo resucitaré en el último día» (Jn.6, 52 y 54).

La Eucaristía produce en nosotros comunión. Si comulgamos con las debidas disposiciones, si tenemos fe y el deseo de imitar a Cristo en todo, entonces se produce en nosotros la “comunión”, la unión íntima con Cristo y desde El la unión espiritual con todos los demás, con la Iglesia y todos sus miembros. Así, vivimos en comunión y somos instrumentos de comunión.

El misterio de la Eucaristía, es el regalo más grande que Jesús nos ha dejado: es su Cuerpo y su Sangre entregados en la Cruz para ser su presencia real y viva en medio de nosotros cuando lo reconocemos y lo adoramos en la Hostia Consagrada, y para ser alimento de nuestra vida espiritual cuando lo recibimos en la Sagrada Comunión.

Que el amor a Jesucristo en la Eucaristía se acreciente en todos nosotros y que su gracia nos santifique de manera que en cada instante cumplamos la voluntad de Dios y seamos testigos vivos de su amor. 

 

Ángel Fernández Collado

Obispo de Albacete