Pablo Bermejo

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16 de junio de 2007

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En la hora del recreo cuando tenía 9 años, era el momento en el que tenías que esconderte de tus mejores amigos si te habías comprado unas zapatillas nuevas. Había una costumbre entre colegas que consistía en pisarlas para estrenarlas. Recuero cuánto me fastidiaba que mis amigos me las pisaran pero, claro, yo también lo hacía cuando se las compraban ellos. Con doce años no se te podía escapar que habías ido con tu madre a comprar el nuevo jersey que llevabas puesto porque entonces siempre había alguien en tu grupo que decía: ‘¡Mira!, se lo ha comprado su mamááá’.

A los 17 años parecía que ya se había pasado la hora de las bromas pesadas pero comenzaba la época de los grandes amigos. Para las chicas, las mejores amigas eran como hermanas para siempre; y para los chicos los mejores amigos eran aquellos con los que se podían hacer más burradas a escondidas de los padres. Pero lo común entre ellas y ellos era la tendencia a creer que sólo los amigos eran capaces de dar buenos consejos. Ya que eran los que mejor nos escuchaban y entendían, sus consejos también serían buenos.

Como la vez a los 18 años en que mi mejor amigo se quitó de la Escuela Oficial de Idiomas, quedamos para un café y le dije que yo estaba muy agobiado con 2º de Bachillerato y estaba pensando borrarme también. Así que me insistió varias veces a lo largo del café en que me acompañaría a la EOI y así los dos podríamos darnos de baja juntos. Él estaba convencido que era lo mejor pues él también lo había hecho, y así podríamos centrarnos en sacar buen nota para la PAU. Menos mal que la conciencia me habló desde muy lejos y dos años después acabé la EOI con el título superior. Mi amigo no pues él se había borrado.

A partir de los veinte años los consejos que más frecuentemente se intercambian son los consejos amorosos. Todos saben lo que tenemos que hacer cuando no queremos a nuestra pareja o es a nosotros a quien no nos quieren. Para mí los más sabios son los que dan el consejo de película de: ‘’haz lo que tú sientas’. En la distancia me parece lo más sensato, porque hay pocos errores que pesen tanto como los cometidos por seguir a ciegas el consejo de alguien.

Con el paso del tiempo me doy cuenta de la razón que tenían las frases paternas como: ‘cuéntame lo que te pasa que yo también he tenido tu edad’. No hay nada como escuchar a los que ya han pasado de lejos por nuestras experiencias actuales. Yo nunca he tenido la sabiduría para saber aconsejar correctamente a mis amigos, y por eso nunca lo he hecho. Me parece una irresponsabilidad impresionante. No quiero decir lo mismo que se comenta en un libro que leí hace tiempo, en el que un personaje afirmaba que los amigos te hunden. Claro que no. Pero si yo no soy capaz de solucionar mis problemas, he aprendido que es una gran temeridad dejarse guiar o influir exclusivamente por los que resulta que tienen tu edad.