Juan Iniesta Sáez
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24 de octubre de 2020
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¿Cuál es el mandamiento principal?, le pregunta un experto en mandamientos a Jesucristo en este domingo. Traducido al lenguaje de quien busca un sentido definitivo para su vida y que unifique todas sus acciones, la pregunta se reformula como: ¿cuál es el camino para MI felicidad?
La respuesta del Señor a ese fariseo no le descoloca, como sucede en otras ocasiones en esos diálogos de Cristo con ese variopinto grupo de expertos en la ley. Y no le descoloca porque esa llamada a vivir en el amor es antigua, tanto como la antigua Alianza, tanto como lo es el corazón del hombre. Amar y ser amado es el anhelo por el que vivimos y a veces por el que morimos. Lo que da sentido a nuestra vida y a menudo nos la quita (no siempre de la mejor manera, que el ideal es darla y nos empeñamos en perderla en mil vericuetos y trampas que la vida nos plantea).
Dice el segundo mandamiento que no tomemos el nombre de Dios en vano. Algo parecido se podría decir del Amor. No en vano, “Dios es Amor”. Casi se podría decir que hemos prostituido la palabra Amor, como lo hemos hecho con el nombre de Dios. Utilizamos estas dos palabras (que son más que palabras) con mucha ligereza. El Amor, como Dios, es algo demasiado sagrado como para tomárselo tan a la ligera.
“La medida del amor es amar sin medida” y “ama y haz lo que quieras” son dos frases que se atribuyen a San Agustín, un experto en esto de convertir y purificar esos amoríos que desgarran, en un Amor oblativo, entregado, que se desvive por todos y especialmente por los que más lo necesitan. Por eso, la versión de “frase de meme” que a mí, personalmente, más me llega y me interpela es esa otra de que la medida del amor es “amar hasta que duela”.
El Amor verdadero, del que nos habla Cristo en este evangelio tan fundamental, tan de ir al fundamento, es un amor que no busca MI felicidad (aunque paradójicamente, éste sea el camino para encontrarla), sino la NUESTRA. Un amor que busca poner sobre todas las cosas (también sobre nuestra voluntad a veces egoistona e individualista) la Voluntad de Dios (que es que nadie se quede al borde del camino) y que busca ser inclusivo e incluyente de quien se pueda sentir descartado (en el lenguaje del Papa Francisco). Un amor, por tanto, que busca, sencillamente amar, amar sencillamente.