Antonio García Ramírez

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27 de abril de 2025

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Discípulo ausente. Qué duro tuvo que ser para los discípulos huidos y temblorosos de la noche Getsemaní volver a verse las caras unos a otros. Imaginemos el cruce de miradas entre ellos y aquellos que sí que estuvieron al pie de la cruz y llevaron el cuerpo sin vida de Cristo al sepulcro. Más que el reproche de los valientes, sería la pena y la culpabilidad que cada uno de los huidos se aplicara a sí mismo. Somos los jueces más implacables cuando nos aplicamos la condena por nuestras faltas. Tomás deseaba meter el dedo en la llaga porque no se perdonaba a sí mismo no haber estado en el momento de la crucifixión y sepultura de su Maestro.

Discípulo reunido. “Heriré al pastor y las ovejas se dispersarán”, profetizó Jesús en el huerto de los olivos. Y es verdad: cuando la Iglesia deja de reunirse pierde los papeles, pierde a su Pastor. El ejemplo de dispersión de Tomás, que necesita pruebas físicas para su fe, no se debe sólo a que no estuvo al pie de la cruz, sino también a que no se reúne semanalmente con sus condiscípulos para hacer memoria de Jesús en la Eucaristía. Es en la asamblea orante donde se puede sentir la presencia viva de Cristo, Señor nuestro y Dios nuestro. Es compartiendo la vida y la fe como uno repara sus fragilidades y renuncias, y así renacen sus sueños y proyectos, … Nunca valoraremos lo suficiente la sencilla verdad de fe que el Señor nos manifiesta: donde dos o tres nos reunamos en su nombre, allí estará Él.

Discípulo misionero. Tomás, una vez descubre que el Crucificado es el Resucitado, que necesita reunirse al resto de la Iglesia, que Jesús es Señor… se convierte en discípulo misionero. Dos sustantivos unificados en lo más íntimo. Que se retroalimentan, pues conocer es amar, y misionar es testimoniar. Desgraciadamente, muchas veces hacemos dicotomía de fe y vida, teoría y práctica, aprendizaje y vivencia… Tendríamos que releer los Evangelios como experiencia de fe, para que nosotros también la ejercitemos y así gocemos de salvación.