Luis Enrique Martínez
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1 de junio de 2019
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Recuerdo haber leído esta anécdota, que me parece adecuada para iniciar este comentario: «¿Por qué nos abandonas tan pronto? —preguntaba un hijo a su padre a punto de cerrar los ojos al mundo— Y, éste le respondía: He estado muchos años entre vosotros. Ahora os toca vivir según aquello que yo os he enseñado. Guardad todas mis pertenencias y todo aquello que tanto me ha costado conseguir, cuidadlo. Un día, tal vez, os hará falta. Y así es; el tiempo pasa y lo humano con él y nos queda su legado.
Como para este padre de familia, para Jesús todo momento es importante y oportuno para instruir a sus discípulos. Por eso, su ascensión a los cielos tiene profundidad y significado. Jesús resume el núcleo fundamental del mensaje cristiano; ese mensaje que les constituye en discípulos misioneros: «Así está escrito: El Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto». ¡Qué tarea tan preciosa! «Guardad todas mis pertenencias y todo aquello que tanto me ha costado conseguir, cuidadlo. Un día, tal vez, os hará falta» decía el padre de la anécdota a sus hijos. ¡Y qué verdad es! La vida tiene sus etapas, no acaba con la muerte de aquél que hasta ese momento ha congregado a la familia, al grupo, a la comunidad. La vida continúa.
Jesús no deja solos a sus discípulos. Les pide que permanezcan unidos en la ciudad, en Jerusalén, hasta que se revistan de la fuerza de lo alto, de su Espíritu. Entonces, comenzará esa Misión universal que ha de llegar a todos los pueblos hasta nuestros días.
El Evangelio de este domingo (Lc. 24, 46-53) constituye el final del Evangelio de Lucas que conecta con el comienzo de los Hechos de los Apóstoles (1,1-11). La Ascensión del Señor es el nexo de unión entre Evangelio y Hechos. Detalle en el que Lucas deja claro la unidad de toda su obra. Subimos a Jerusalén (vida y muerte y resurrección de Jesús) y bajamos de Jerusalén (comienzos de la vida y predicación de la Iglesia). Con su Ascensión a los cielos, Jesús deja claro a sus discípulos que había terminado su acción visible en la tierra. De este modo —dice Nuria Calduch— entendieron, sintieron y vieron que Jesús está en la gloria de Dios.
La Ascensión de Jesús a los cielos viene a ser como un cambio en su manera de estar entre nosotros. Entre encarnación y ascensión hay un proceso de descenso (hacerse uno de nosotros y de ascenso (volviendo junto al Padre). Bajar compartiendo nuestra existencia humana y subir al cielo habiendo cumplido la voluntad del Padre. Un proceso al que se nos invita a todos. Despojarnos de nosotros, salir de nuestro yo, para iniciar nuestro camino hacia el cielo siguiendo los pasos de Jesús.
El mismo Lucas, al comienzo de Hechos, vuelve a relatar el suceso pero, en esta ocasión, añade un mensaje de los ángeles a los discípulos que refuerza la idea de la Misión: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús, que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo». La ascensión de Jesús marca los tiempos. Ahora es la hora de la Iglesia, esa dinámica hermosa que nos configura como discípulos y nos reenvía como misioneros. Discípulos misioneros que viven y anuncian el Evangelio fortalecidos con la fuerza de lo alto que se realiza en la comunidad.
Ahora, en nuestros días, nos toca a nosotros, los que hoy comemos y bebemos, sentados a la mesa con Él, en la eucaristía. No podemos mirar para otro lado; el legado es nuestro: «Ahora os toca vivir según aquello que yo os he enseñado. Guardar todas mis pertenencias y, todo aquello que tanto me ha costado conseguir, cuidadlo. Un día, tal vez, os hará falta». Así es, ¿Seremos capaces de vivir, cuidar y trasmitir este hermoso legado?