+ Mons. D. Ángel Fernández Collado
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30 de noviembre de 2019
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El pasado mes de septiembre dábamos comienzo a un nuevo curso escolar y pastoral, 2019/2020, y ahora vamos a empezar un nuevo año litúrgico que comienza con este tiempo precioso de espera gozosa, que se llama Adviento. Está distribuido en cuatro semanas, cargadas de ilusión, ternura, misericordia y esperanza. Un tiempo de renovación interior, de crecimiento en santidad y compromiso cristiano.
El Adviento es un tiempo atractivo cargado de contenido. Vivir el Adviento cristiano es revivir poco a poco aquella gran esperanza de los grandes pobres de Israel desde Abraham a Isabel, desde Moisés a Juan el Bautista. Vivir el Adviento es ir adiestrando el corazón para las sucesivas sementeras de Dios que preparan la gran venida de la recolección. La vida es siempre Adviento o hemos perdido la capacidad de que algo nos sorprenda grata y definitivamente.
Durante este tiempo del Adviento se han de intensificar actitudes fundamentales de la vida cristiana como la espera atenta, la vigilancia constante, la fidelidad obsequiosa en el trabajo, la sensibilidad precisa para descubrir y discernir los signos de los tiempos, como manifestaciones del Dios Salvador, que está viniendo con gloria.
A lo largo de las cuatro semanas del Adviento debemos esforzarnos por descubrir y desear eficazmente las promesas mesiánicas: la paz, la justicia, la relación fraternal, el compromiso en pro del nacimiento de un nuevo mundo. El Adviento nos dice que la perspectiva de la vida humana está de cara al futuro, con la esperanza puesta en la garantía del Dios de las promesas.
Adviento es el camino hacia la luz. El camino del creyente y del pueblo que caminaban entre tinieblas y encuentran la gran luz en la explosión de la luz del alumbramiento de Jesucristo, luz de los pueblos. La esperanza es la virtud del Adviento. Y la esperanza es el arte de caminar gritando nuestros deseos: ¡Ven, Señor Jesús!
Los Santos Padres distinguían tres Advientos, tres venidas del Señor:
La venida de Dios en la ternura de un niño, “envuelto en pañales y recostado en un pesebre”. Viene en pequeñez y humildad, como gracia y ternura, para quedarse con nosotros como hermano y amigo, como salvador y redentor.
La venida en gloria, al final de los tiempos, como Señor y juez misericordioso.
La venida en la intimidad del corazón, como Palabra que ha de ser acogida y vivida.
Él llama a nuestra puerta y espera que le abramos. Viene porque quiere entrar en nuestro corazón, limpiarlo y encenderlo de amor. Quiere entrar en el corazón de nuestra familia y de la comunidad parroquial. Quiere entrar en el corazón de la Iglesia y del mundo. Quiere que se note su presencia, llena de perdón, misericordia y amor. Es el Señor: “Ven, Señor Jesús”, “Maranatha”.