+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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1 de abril de 2021

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Viernes Santo 2021

Hemos contemplado el “misterio” que encierra la Cruz de Cristo, donde el Hijo de Dios fue y es clavado sobre un madero. Ahora contemplamos su rostro ensangrentado, luminoso y dolorido a la vez, y Él nos lleva a adentrarnos en el misterio de la salvación. La contemplación del rostro de Cristo nos lleva a acercarnos al aspecto más profundo del misterio de nuestra salvación: Jesucristo crucificado, muerto y resucitado a los tres días. 

Dios nos redime con la muerte de su Hijo en la cruz. Esta gran verdad nos la recuerda el Evangelio: “Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16)”. Misterio de amor ante el cual el ser humano no encuentra otro gesto que el de postrarse en adoración ante Él, Jesucristo. Nunca acabaremos de conocer la profundidad de este misterio del amor de Dios. Por ello, nuestra actitud no puede ser otra que la de mirar a Cristo, que fue y sigue siendo clavado en la cruz por nuestras faltas y pecados.

La cruz con Jesucristo se convierte, como decía san Pablo, en objeto de veneración y de gloria: “lejos de mí gloriarme si no es en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo” (Gal 6,14). En la cruz murió Cristo y, desde entonces, la cruz, todas las cruces, han quedado impregnadas de la presencia, amor y santidad de Jesucristo. La muerte de Cristo en la Cruz se ha convertido en fuente de gracia divina. Pero no la cruz sola, desencarnada, sino con Cristo clavado en ella. Cristo no vino a destruir la cruz, sino a echarse en ella, a dejarse clavar en ella. Y, desde entonces, en todas las cruces que se hacen presentes en nuestras vidas (enfermedad, muerte de un ser querido, pérdida de trabajo, de fe, …) hay algo de Cristo, algo de redención y de gracia, y mucho amor.

Quien se acerque a mirar al crucificado con veneración y fe, experimentará, como san Pablo, el misterio de la grandeza de la cruz y proclamará su excelencia: “nosotros predicamos a Cristo crucificado” (1Cor 1,23).

Fijemos nuestros ojos y nuestra mente en Jesucristo que ha muerto en la Cruz y, desde él, en el misterio de la cruz, el misterio de su abandono en las manos del Padre, el misterio del perdón, y el misterio de su amor generoso y total.

Con el grito de Jesús en la cruz: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu. Y, dicho esto, expiró” (Lc 23, 46b), nacía un mundo nuevo. Caía el pecado y aparecía la misericordia, el consuelo, la paz interior, la reconciliación y el amor del Padre hecho ternura. Fue, pues, un grito de sufrimiento y a la vez de amor. Dice san Juan en su evangelio, refiriéndose a Jesús que: “Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). Los amó hasta el último suspiro. ¡Con qué fuerza pronunciaría Jesucristo este grito!

Jesús sabía muy bien que no hay más que una llave que abre los corazones cerrados y endurecidos y, esa llave, no es el reproche, no es el juicio, no son las amenazas, no es el miedo, no es la vergüenza. La única llave que abre corazones cerrados a Dios y a los demás es, únicamente, el amor. Y este es el arma que él usó con nosotros, la del amor. Así lo expresa san Pablo en la 2ª carta a los Corintios: “Nos apremia el amor de Cristo, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron” (2Cor 5,14). 

Nosotros, los discípulos de Cristo, a la luz de su cruz salvadora y seguros desde la fe en su resurrección y victoria sobre la muerte y el pecado, tenemos que aprender a amar como Él. Es una necesidad vital. Amar para vivir, vivir amando, y parecerse así al que es la fuente y el origen del amor y de la vida: Dios. Sólo por el amor se distinguen los hijos de Dios de los hijos de las tinieblas.

Jesús es sepultado 

La muerte de Jesús se prolonga con su sepultura. Jesús yace en el sepulcro. Junto a Él, lo mismo que al pie de la cruz, encontramos a alguno de sus discípulos, a Juan, a algunas mujeres que lo seguían y a María, su madre. Unidos en el dolor y en la oración, recuerdan su muerte, experimentan el vacío de su ausencia y a la vez el consuelo de la esperanza. “Y, al tercer día, resucitará”. Viernes Santo, un día de dolor y de esperanza.

Jesús después de ser bajado de la cruz fue colocado en un sepulcro nuevo excavado en la roca. Aparentemente, y de forma desconcertante, todo había acabado, todo hablaba de fracaso, de dolor, de sufrimiento, de desconcierto. ¿Cómo podía haber sucedido tal cosa con el Maestro? Jesús, el Hijo de Dios, nuestro salvador y redentor, había sido crucificado, estaba muerto y era enterrado.

Sin embargo, en el momento de su sepultura comienza a cumplirse la enseñanza de Jesús: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, dará mucho fruto» (Jn 12, 24). Jesús es el grano de trigo que muere y que inmediatamente da fruto abundante. Jesucristo, el Verbo de Dios, a través de la cruz y la resurrección, permanece junto a nosotros como Eucaristía, pan de vida eterna. Quién coma de este pan vivirá eternamente. 

Pasado el Viernes Santo, en la Vigilia Pascual del Sábado Santo, celebramos la victoria de Cristo sobre la muerte y el pecado. Celebramos que Cristo vive, ha resucitado y nos invita a volver a Galilea, al encuentro personal con Él. Las mujeres habían recibido en dos ocasiones este encargo de Jesús resucitado para transmitírselo a sus discípulos. Decidles: “No temáis” y “Que vayan a Galilea, allí me verán”.

Galilea es el lugar de la primera llamada, donde empezó todo. Volver allí es recordar conscientemente el primer encuentro de algunos discípulos con Jesús y su llamada: “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres”. Y ésta fue su respuesta: “Ellos, dejándolo todo, lo siguieron” (Mt 4,18-22). 

Volver a Galilea quiere decir releer todo a partir de la cruz y de la resurrección. Y recordar sus palabras: “No temáis, he vencido”. Es descubrir nuestro Bautismo como una fuente viva de donde sacar energías nuevas de la raíz de nuestra fe y de nuestra experiencia cristiana. Volver a Galilea significa, sobre todo, volver allí, a ese momento en que la gracia de Dios tocó nuestro corazón y comenzó a cambiarlo, a llenarlo de su amor. Volver a Galilea significa custodiar en el corazón la memoria viva de esta llamada, cuando Jesús pasó por nuestro camino, nos miró con misericordia, y nos invitó a seguirlo. Volver a Galilea es recuperar la memoria de aquel momento en el que sus ojos se cruzaron con los nuestros y nos hizo sentir que nos amaba. 

Cristo fue crucificado, murió y fue sepultado. Pero, lo más importante, es que Él resucitó, está vivo, y un día nos resucitará y estaremos con Él para siempre.