Manuel de Diego Martín
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2 de marzo de 2013
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El jueves pasado, a los ocho de la tarde, vivimos un acontecimiento de gran trascendencia histórica. Se trata del momento en que el Papa Bernedicto XVI dejaba vacía la cátedra de S. Pedro, para anunciarnos con ese gesto que dejaba de ser Papa.
En muchos siglos no se había visto cosa igual. Hasta ahora fue la muerte la encargada de vaciar esa silla y las campanas mortuorias del mundo entero las encargadas de anunciarlo. Esta vez ha sido decisión propia del Papa dejar de serlo.
No nos queda ahora más que dar gracias al cielo por su gran pontificado. También por la gran lección de humildad, de fe y confianza en Dios que ha supuesto dicha decisión. Si un día dijo sí a la tarea que el Señor le confiaba, ahora, con la misma confianza, desde la luz de su conciencia, deja esta tarea para emplearse en otras tareas eclesiales. Él no es un jubilado, con una paga millonaria, para vivir su vida privadamente y emplearse en sus viajes, o aficiones preferidas. Él sigue siendo un sencillo trabajador de la Iglesia, que abrazado como siempre a la cruz de Cristo, se empleará en otras tareas sirviéndola como mejor pueda.
Se nos marcha el Papa teólogo. En su magisterio Él nos llevó a buscar siempre lo esencial, a buscar la trascendencia, a buscar a Dios como el único absoluto en nuestras vidas. Nos ha dejado tres encíclicas bellísimas para hablarnos de Dios. En dos de ellas para decirnos que Dios es amor y que este amor a Dios se manifiesta en un amor verdadero a los hermanos. Se trata de “Deus caritas est” y “Caritas in veritate”. En la tercera nos habla de la esperanza, no hay esperanza humana si no tiene su último fundamento en Dios. Se llama “Spe salvi” Y deja sin escribir la encíclica que esperábamos sobre la fe, precisamente en este año. Podemos decir que sí la ha escrito, la más breve y convincente. Al verle poner toda su vida y confianza en Dios, nos está hablando de la fe. Sin apenas palabras está dicho todo.