27 de octubre de 2006
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El acuerdo sobre financiación alcanzado por la Conferencia Episcopal y el Gobierno (rematado a última hora con prisas para no dar tiempo a reacciones negativas), es un asunto que, por fin, se ha resuelto en un clima de mutua comprensión, con dificultades y momentos de fricción, como en todas las mesas negociadoras. Ya le gustaría al presidente del Gobierno que todas las mesas negociadoras fueran como ésta.
El acuerdo no esta mal. Los que han intervenido en ambas delegaciones hablan de satisfacción moderada. Parece que en cuanto al final de un contencioso, por el que se venía suspirando desde hacía décadas, hay motivos para acogerlo positivamente.
Pero, no nos engañemos, es lo menos malo que podía ocurrir. Ahora la pelota está en nuestro tejado. La Conferencia Episcopal tendrá que hacer un esfuerzo, en forma de campaña publicitaria para que no haya nadie que, por despiste o falta de información, deje de poner un aspa en la casilla correspondiente de la declaración de la renta. Y remachar que no se trata de un mayor desembolso. Creo que en muchos casos no se trata de una decisión personal, respetabilísima, sino de no controlar el pequeño trámite. Habrá que inventar fórmulas de sensibilizar a la opinión pública y en esa campaña no sobraría la participación de muchos en los variados sistemas de comunicación y en el tradicional “boca a boca” que es muy eficaz aunque parezca artesanal y primitivo.
IRPF: sólo el 25 por ciento
La asignación cubre el 25 por ciento de los gastos de la Iglesia, lo que significa que el grueso de las cantidades entra por vía de donativos. A los curas no les da de comer el Estado.
A propósito de las donaciones, creo que podía comenzar una operación de desenganche total del Gobierno de turno. En lo tocante al dinero, las amarras, no son un hilo sutil sino una soga que encadena. Mínimamente, si se quiere, de acuerdo con el tipo de colaboración. Se considerará que el acuerdo al que se ha llegado no limita la independencia de la Iglesia ni coarta su libertad para predicar el Evangelio. Se dirá igualmente que la Iglesia, además de su misión fundamental (“sacramento universal de salvación”) cumple una función social y que el Estado debe entenderlo así y arrimar el hombro.
A pesar de todo, lo ideal sería, aunque a veces lo mejor es enemigo de lo bueno, que los fieles, los laicos de a pie, los que sacan pecho con su catolicismo, tradujeran en obras de verdad su profesión de fe. La Iglesia es una familia (“Dios es una familia”, decía Juan Pablo II) y las familias no viven del aire. A primeros de mes, como se hace en tantos países, cada hogar cristiano tendría que prever una cantidad fija con destino a la Iglesia.
Para casi todo, hay que fijarse en el ejemplo de los primeros cristianos. Según nos cuenta San Lucas en los Hechos de los Apóstoles, “la muchedumbre de los que habían creído tenía un corazón y un alma sola, y ninguno tenía por propia cosa alguna, antes bien, lo tenían todo en común”.
No hay por qué tomarse al pie de la letra este procedimiento que ahora mismo sería más una fuente de conflictos que la mejor forma de resolver un problema. La solución está en las manos de todos.
Si queremos sentirnos independientes y libres de cualquier instancia de poder, la autofinanciación debe ser una realidad acorde con los nuevos tiempos. Hay dinero suficiente en las familias como para no ser cicatero. Quedan lejanos los tiempos en que el párroco de mi pueblo (supongo que después de tragar saliva) decía a los feligreses: “Por favor, no echen en el cepillo moneda fraccionaria”. No digo que, como en Estados Unidos, en los cestos que pasan en el ofertorio, se vean talones o cheques, pero que la generosidad se note, se palpe.
El dinero, nefasto como un fin en sí mismo, es un medio estupendo para hacer el bien. No es nada recomendable rendirle culto (idolatría) ni despreciarlo en aras de un espiritualismo descarnado. Ni manosearlo como un avaro, que disfruta contando los billetes como si fuese el pelaje de un pastor belga, ni darlo a manos llenas sin sentido de la prudencia. “Dar con alegría”, en suma, sabiendo que el dinero para un buen fin produce las más importantes plusvalías.