+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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10 de febrero de 2007

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Las Bienaventuranzas, Evangelio concentrado, son una propuesta de felicidad.

Como ya constataba San Agustín, al menos en esto estamos todos los humanos de acuerdo: en que buscamos la felicidad. Sin embargo, el hecho mismo de que empleemos tantas palabras para definirla -fortuna, dicha, suerte, satisfacción, calidad de vida…- pone en evidencia el desacuerdo sobre su contenido.

Hay incluso quienes afirman que la felicidad no existe: “Por felicidad no alcanzo a entender algo que dure más de un segundo, puede que dos o tres como máximo” (H. BólI); “es imposible, pero imprescindible” (Savater); es “el imposible necesario” (Julián. Marías).

Y es que nada más alcanzar algo deseado, empieza a gestarse en nosotros la insatisfacción. La vida siempre pide más. Damos por supuesto que teniendo cosas (dinero, éxito, salud, todo lo que llena un deseo inmediato) seremos felices. Pero sólo logramos lo que hemos buscado.

Cuanto más necesitamos para ser felices, tanto más amenazada está la felicidad; y una felicidad amenazada no es felicidad, sino desasosiego. Quizá por eso tantos viven a caballo entre la excitación y el hundimiento, entre la euforia y la depresión. Hay quienes, no careciendo de nada, son profundamente infelices, viven en “la melancolía de la satisfacción” (Bloch).

A lo mejor es que la felicidad no hay buscarla fuera, sino dentro; no en las cosas, sino en el hombre mismo y en su actitud ante las cosas. La vida comporta alegrías, pero también desdichas, conflictos, fracasos, miedos, aburrimiento. Frente a ello, el hombre ha elaborado sus propias bienaventuranzas: “Dichosos los que tienen dinero, los que triunfan, los ganadores, los admirados, los que pueden disfrutar al máximo…”. Pero tales bienaventuranzas, más que fuente de paz y gozo, suelen serlo de envidia, de violencia, de rivalidad.

¿Y si fuera verdad que la felicidad crece a medida que vamos aprendiendo a liberamos, a no dejamos aprisionar por las cosas; cuando vamos abriéndonos a la verdad más profunda del hombre, al amor, a los otros, a Dios, que es nuestra plenitud? Porque la felicidad reclama plenitud, eternidad.

La felicidad postulada por el Evangelio no es algo fabricado por el hombre, ni fruto de su esfuerzo. Es el gozo que experimentan quienes se sienten tan queridos por Dios que, desde ahí, van sintiéndose libres, desprendidos, misericordiosos, constructores de paz, capaces incluso de padecer persecución por la justicia.

Las bienaventuranzas del evangelio antes que exigencia, son gracia. No se oponen al gozo de vivir. Los placeres sencillos compartidos nos permiten intuir en el fondo de nuestro ser el destino feliz al que estamos llamados.

La cultura moderna alberga, desde los últimos siglos, la sospecha de que Dios es enemigo de la felicidad humana. No supimos presentar el evangelio como Buena Noticia. Seguramente todavía son muchos los cristianos que no han experimentado así el seguimiento de Jesús. No es extraño que se alejen de un Dios al que presienten peligroso y amenazador, que hace la vida más difícil de lo que ya es.

Tendremos que volver a descubrir que el Dios de Jesús es siempre gracia liberadora, fuente de sentido y de vida agraciada, fuerza y alegría para vivir. Y así pasar por la vida como gracia para los desgraciados. Lo que mejor proclama la gloria de Dios es, desde ahora, un hombre lleno de vida, una humanidad dichosa y liberada.