+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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19 de abril de 2008

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El Evangelio es para los seguidores de Jesús su mejor manual de ruta a la hora de conducirse en la vida. El riesgo de extraviarnos es bien real. Una enfermedad incurable, una quiebra económica, un error irreparable, las limitaciones de nuestra condición humana o las perversiones de nuestra libertad pueden acabar llevándonos a callejones de los que no se ve fácilmente la salida.

¿Tendrá razón Machado cuando afirmaba aquello tan bien dicho y tan estimulante de «caminante, no hay camino, se hace camino al andar»? Porque hay muchos caminos, y no todos igualmente válidos, el mismo Machado se preguntaba: «¿Adónde el camino irá?». Hay caminos de perdición y caminos de vida. Los primeros, por cierto, suelen ser anchos; los segundos, en cambio, son casi siempre angostos.

Quien, desde luego, no tenía razón en su literalidad, era el otro poeta que aseguraba: que «nada es verdad ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mira». La afirmación vale como ironía o diagnóstico de un subjetivismo de hecho, que maltrata la verdad, recortándola a la medida del consumidor, y cuyas consecuencias inmediatas son el relativismo y el escepticismo, patologías graves de la razón.

El hombre, que fue definido como «pastor del ser», no su dueño, ha quedado, tras la caída de las ideología y el abandono de las creencia, como única explicación de sí mismo, dueño del bien y del mal, de la verdad y de la vida, que quedan ya a merced de su gusto o interés.

El evangelio de este domingo nos presenta a Jesús en un momento de confidencias. Está dando ánimos a sus discípulos; les dice que no tengan miedo ni se acobarden ante lo que les espera; les habla de su próxima partida, de la casa del Padre donde hay estancias para todos; del camino de acceso, que ya conocen. Pero, como suele suceder en estas ocasiones, no falta el ingenuo de turno que salta con alguna pregunta que parece romper de pronto el encanto y la sublimidad del momento que se está viviendo: «Señor, si no sabemos a dónde vas, ¿cómo vamos a saber el camino?».

La pregunta de Tomás, el discípulo que se mueve siempre en el pragmatismo de lo cotidiano y visible, da lugar a una contestación tan simple, aparentemente, que a lo mejor no se encuentra leyendo libros doctos, tan honda que sólo se puede comunicar de corazón a corazón: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida».

El hombre, a pesar de su contingencia, no es un puro fenómeno fugaz y evanescente, tiene substancia, consistencia. Hay una verdad del hombre que es la que responde a su ser, la que permite hablar de su dignidad, la que se expresa en su capacidad de libertad, de amor y de transcendencia, la que orienta su destino. Jesús, al revelarse, revela el hombre al hombre mismo y le descubre la sublimidad de su vocación, decía el Concilio Vaticano II (cf. GS.22).

Pilatos, interrogando a Jesús en el Pretorio, preguntaba: «¿Qué es la verdad?». En la encrucijada de los miles de caminos existentes, hay un Camino que tiene que ver con lo bello, con lo bueno, con lo que unifica y construye. Es el Camino que lleva a la Vida. El Camino no es una ideología, sino Jesús mismo, su vida, su muerte y su resurrección.