+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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14 de junio de 2008

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“Jesús, viendo a las multitudes, tuvo piedad de ellas porque andaban abandonados y abatidas, como ovejas sin pastor”.

Me impresiona esta mirada de Jesús, el Pastor de ojos grandes, como lo vio Hermas y nos lo pintaron en tantos iconos orientales. Una mirada que le conmueve las entrañas ante las multitudes, abatidas ante el absurdo de una vida carente de sentido, ante caminos que no llevan a ninguna parte, como rebaño errante, sin pastor.

No ha cambiado mucho la situación del mundo después de veinte siglos: multitudes de hombres, mujeres y niños mal alimentados en nuestro planeta; la inmensa soledad de quienes no son escuchados ni se sienten amados; la desgracia de quienes se dejan llevar, se aturden o se destruyen poco a poco. Es en este contexto, según el evangelista Mateo, es en el que llama y envía a sus discípulos.

Dios nos toma tan en serio que cuenta con nosotros incluso para aquello que podría realizar sin nosotros. Contó con el bueno de Abraham para, con él, hacerse un pueblo. Contó con el pueblo de Israel para ofrecer, con su mediación, una promesa de esperanza a todos los pueblos de la tierra. Y, cuando llegó la plenitud de los tiempos, hizo suya, encarnándose, nuestra condición humana para salvar a los hombres. Jesús, más tarde, seguiría en el mismo surco del buen estilo de Dios de contar con nuestra pobre colaboración humana.

Es conmovedora esta especie de menesterosidad de Dios que, en cuanto tal, es omnipotente. Resulta paradójico que nos pida que le «echemos una mano”, que haya hecho depender la salvación de nuestra cooperación, hasta el punto de que podríamos volverle aquello de «sin Mí no podéis hacer nada» por esto de «sin nosotros no puedes hacer nada». San Agustín ya lo había afirmado en uno de sus admirables juegos de palabras: «Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti». Uno no puede por menos de recordar que, a la corta y a la larga, quienes más han contado con nosotros en nuestro proceso vital han sido las personas que más nos han querido, que más en serio nos han tomado y que más nos han hecho crecer.

Esta «corresponsabilidad» recorre todo el evangelio; la podemos ver insinuada o explícita en la parábola de los talentos, en la de los invitados a la viña…, en lo de «la mies es mucha» que estamos comentando. El Señor nos está diciendo a gritos que nos necesita, que no quiere que permanezcamos ociosos cuando hay tanto por hacer.

En vista de lo anterior, se me ocurre que nadie debería sufrir ante Dios traumas o depresiones porque no cuenten con él. Ante Dios no nos jubilamos nunca, ni nunca podemos decir que «no servimos para nada». La faena pendiente es inmensa, todos los brazos son necesarios. Es más, los que el mundo considera «débiles» -los ancianos, los enfermos, los minusválidos- suelen ser los más valiosos, pues la fuerza de Dios frecuentemente se revela en la debilidad humana.

La Iglesia reunida para la Eucaristía es una comunidad profética, que proclama y anticipa sacramentalmente el proyecto de Dios de reunir en la unidad a todos los hijos de Dios dispersos. Por eso, cada encuentro de los cristianos termina en envío, para crear con todos, creyentes o incrementes, una real comunidad humana, la gran familia de los hijos de Dios.

“Por el camino, proclamad que el reino de Dios esta cerca, curad enfermos, resucitad muertos, sanad leprosos. Lo que habéis recibo gratis, dadlo gratis”. Son formulaciones simbólicas para expresar el proyecto de Dios. Toda vida humana está ya habitada por Dios y posee una significación que la sobrepasa. Amar a alguien es decirle “tú no morirás”; casarse y tener hijos es creer en el amor y en una vida que trasciende la muerte. El reino de Dios ya ha comenzado a ser realidad. El creyente descubre en el fondo de sí mismo el sentido de aquello que vive; sabe a donde va, colabora con el Dios que conduce la historia para hacer triunfar la vida.

En nuestra Iglesia tenemos demasiados cristianos nominales, necesitamos cristianos «vocacionales», cristianos que vivan la fe como una respuesta personal a la llamada de Jesús, sea en la vida laical, sea en la vida consagrada o en el ministerio sacerdotal.

Lo de ser cristiano no es cuestión de afiliación, es cuestión de encuentro, de amistad, de seguimiento. Cuando esto se descubre, el seguimiento no se vive como obligación que se impone, sino como gracia que se nos propone.