Manuel de Diego Martín
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11 de octubre de 2008
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En los últimos días de Septiembre, me despedí de la que había sido mi parroquia durante diez años, la parroquia del Corazón de Jesús de Hellín.
Mientras me despedía ocurrió que el viejo Rafael que había sido un ferviente feligrés y durante muchos años había llevado la contabilidad de la parroquia, gratuitamente, con toda dedicación y cariño, se despidió también para la eternidad.
Tuve la suerte de presidir su funeral y, con cierta emoción, dije, en su misa de cuerpo presente esto, entre otras cosas: “Rafael, mueres a esta vida para entrar en la Vida eterna. Has vivido una larga vida para el bien”.
Cuando por tu enfermedad, tus pies no te dejaban andar, arrastras llegabas a la parroquia para asistir a la Eucaristía y bajabas al despacho para poner en orden nuestras cuentas. Me decías que estabas muy mal, muy enfermo pero seguías buscando el rastro de Dios, es decir el rastro de tu deber, de tu compromiso por servir a los demás, tu pasión por seguir haciendo el bien. Tu viaje ha llegado a feliz término, tu muerte es caer en los brazos de nuestro Padre Dios…”.
Mientras yo hablaba a nuestro amigo Rafael de que la vida es como un fantástico viaje que nos empuja a desprendernos de las cosas de este mundo para llevarnos hasta Dios, yo sentía dentro de mí mismo cómo me estaba costando en aquellos días cortar con tantas gentes, con tantas cosas acumuladas en este último tramo de mi vida. Qué difícil es entender que en esta vida estamos únicamente de paso, de camino.
Ahora empieza para mí una nueva vida. Empiezo a conocer nuevas personas. Me encuentro ahora con nuevas realidades. No quisiera nunca olvidar que vivir la vida de verdad es estar siempre en camino hacia la Verdad plena que es nuestro Padre Dios. No sea que me ocurras a mí que me agarre tanto a las cosas vividas en el pasado que se cumplas aquello de que “Consejos vendo y luego para mí no tengo”.