+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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14 de febrero de 2009
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Jesús recorría ciudades y aldeas anunciando una Buena Noticia. Y lo hacía de manera incansable, como invulnerable a la fatiga. Para esto había venido. Esta misión absorbente ocupaba sus noches y sus días. Por eso resulta un poco sorprendente que, después de realizar sus milagros, pida que los beneficiarios no lo publiquen. El evangelio de Marcos levanta acta de que, al menos diez veces, Jesús pide silencio, aunque, en no pocos caos, tal prohibición -«no lo digas a nadie»- resultara inútil. La alegría de los sanados saltaba inevitablemente del corazón a los labios.
Hoy, a pesar de que nuestra sociedad presume de haber superado las supersticiones y los prejuicios propios de épocas precientíficas, las colas que se forman ante algunos curanderos y adivinos son casi tan largas como las que se forman en los hospitales de la Seguridad Social. Me llamó la atención el dato de que, en la culta y secularizada Europa, el número de curanderos, adivinos, echadores de cartas o lectores de horóscopos, triplicara al de los físicos y biólogos.
Jesús no quería aparecer como milagrero, tal y como eran la expectativas mesiánicas de muchos de sus contemporáneos. Las curaciones que realizó vinieron casi siempre como forzadas por el grito angustioso de los necesitados, por la fe y la confianza irresistible de los que acudían a él; porque la compasión le rompía las entrañas. Aquellos milagros tenían el carácter de signos acreditativos de que el Reino de Dios estaba presente en su vida y que, por tanto, la plenitud de la salvación ya estaba operante en el mundo. Eran, en definitiva, como vislumbre del cielo nuevo y de la tierra nueva presentes ya en la persona y en la vida de Jesús.
La vida de Jesús esta toda ella polarizada por lo que Él llama «su hora»: una «hora» a la que alude al menos diez veces en el Evangelio. Entonces tendría lugar su milagro más grande y más fecundo, el de su muerte y resurrección, la «hora» de la salvación plena. Un milagro menos fácil de entender, pero de alcance infinito, capaz de cambiar el rumbo de la historia y de inaugurar una vida nueva. Por eso, en las bodas de Caná, cuando la madre de Jesús acude solícita para decirle que «no tienen vino», la contestación de Jesús es desconcertante: «Mujer, todavía no ha llegado mi hora».
Sólo entendiendo el misterio de la muerte y resurrección de Jesús podría espantarse el peligro de reducirle a un curandero más. De ahí la petición del silencio. En tiempos de Pablo, los griegos apelaban a la sabiduría, y los judíos buscaban milagros, pero el apóstol predicaba a Cristo y éste crucificado.
Hoy como ayer, unos piensan que la salvación está exclusivamente en la ciencia; otros corren allá donde barruntan algo que huela a apariciones y milagros fáciles. Aunque Dios ha entregado el mundo a la responsabilidad del hombre para que lo domine con su inteligencia y para que, con buena voluntad, lo ponga al servicio de bien de sus hermanos, no negamos la posibilidad de hacer milagros. Puede hacerlos. Pero sólo por el amor de un Dios que se hace entrega hasta la muerte, y que está empeñado en derramarlo en nuestros corazones, viene la salvación plena.
Todo esto viene a propósito del evangelio de este domingo: «Se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: «Si quieres, puedes limpiarme». Jesús, sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: “Queda limpio”. La lepra se le quito inmediatamente. Jesús lo despidió, encargándole severamente: “No se lo digas a nadie”.
La lepra era entonces mucho más que una enfermedad contagiosa, como podría serlo hoy el Sida; significaba la exclusión de la comunidad, ser un proscrito ante Dios y ante los demás. Era la expresión de la marginación más absoluta. Hasta estaba prohibido acercarse a un leproso. Y mucho menos tocarlo o tener cualquier tipo de relación con él. Jesús, acercándose, tocándole, curándole, nos enseña a romper barreras de exclusión. Anticipa así a hora de su muerte en que derribaría todos los muros; la hora en que su pecho traspasado se convertiría en una puerta abierta para que todo hombre pueda acceder a la experiencia del amor sanante de Dios. Y anticipaba su resurrección, como preludio y posibilidad de la regeneración del hombre entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia. La muerte de Jesús tiene el poder de destruir las lepras del cuerpo y las lepras del alma.