Pablo Bermejo

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2 de mayo de 2009

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]R[/fusion_dropcap]ecuerdo haber robado dos veces y media en mi vida; no creo que hayan sido muchas más pero, al menos, en estos tres recuerdos veo cierta evolución de mi conciencia infantil.

La primera vez que robé fue en primero de parvulitos, supongo que tendría unos 6 años y me sentaba en la última fila. Por aquella época se habían puesto de moda unos adornos para la cabeza de los lapiceros: tenían forma de fruta y los regalaban con una marca de yogures. Mi compañera Eva se sentaba delante de mí y del respaldo de su silla colgaba su mochila abierta mostrando… ¡la fresa! Así que tiré el lapicero debajo de mi mesa, me agaché para recuperarlo y de paso metí la mano en la mochila para apoderarme de la fresa. Recuerdo que aquella acción sólo me generó un pequeño remordimiento, y supongo que es por ello que aún lo recuerdo.

La segunda vez tendría ya ocho años y había comido en casa de mi abuela. Abajo en la calle había un bar con una máquina a la que me encantaba jugar así que, cuando mi abuela dejó el bolso descubierto, le robé cuatro monedas de cinco duros. Recuerdo lo triste que me sentía mientras estaba jugando, y a la semana siguiente cuando volví a verla se lo conté todo. Sorprendentemente me dijo que ya lo sabía, y que como se lo había contado me perdonaba.

La tercera vez ya tenía diez años e iba de paseo con dos amigos y nos paramos en la plaza de la Calle Carnicerías. Esa mañana de sábado o domingo habían colocado varias mesas con monedas antiguas y extranjeras a la venta, y en cada mesa se sentaba un vendedor anciano (o a mí me parecía entonces que era un anciano). Cada mesa estaba rodeada de una multitud y yo por fin conseguí colarme y quedarme en primera fila tras el hombro izquierdo del vendedor. Todas las monedas parecían viejas y no me interesaban pero, de pronto, vi aquella moneda brillante, parecida a las de cien pesetas, pero con una estrella en el centro. Quería haberla comprado pero no tenía dinero, probablemente me habría gastado ya la paga en golosinas, así que se me ocurrió que la podría coger sin que nadie se diera cuenta. El vendedor me ignoraba totalmente y la moneda, plastificada, estaba cerca del borde de la mesa. Sorprendentemente, nadie me vio llegar a tirar de ella con el dedo en varias ocasiones, intentando arrastrarla hasta la orilla para que se cayera sobre mi zapatilla. Cada vez que la tocaba, me parecía ver la cara de decepción de mi padre. Ya con diez años me había repetido mil veces su filosofía: “vive y deja vivir”. Me imaginaba que, por poco que esa moneda valiese, podía significar mucho para aquel vendedor anciano. Aún así, la moneda era tan distinta a las demás que quería conseguirla. Llegó un punto en que sabía que, con un toque más de mi dedo índice, caería en mi zapatilla y nadie me vería. Recuerdo una mezcla de miedo, pena y vergüenza. Finalmente, para orgullo actual mío, la dejé donde estaba y salí de la multitud que rodeaba la mesa. No recuerdo haber intentado robar nunca más, e incluso una devolución incorrecta de un camarero me hace sentir culpable y volver a la barra.

Decía Rousseau que el niño debería criarse en la naturaleza fuera de la sociedad para aprender a defenderse de sus vicios antes de penetrar en ella. Como muchos, no puedo estar de acuerdo en esa afirmación. En estos recuerdos, y otros muchos más, reconstruyo a veces cómo se ha ido forjando mi conciencia y, en general, mi forma de pensar. Cada vez que robé de niño, mi conciencia se ejercitaba para ser más fuerte la próxima vez. En este último caso fue gracias al rostro de mi padre que no llegué a robar. Pero es en general la interacción con la sociedad lo que nos hace mejores. Y cuanta más gente conozcamos y en más situaciones nos veamos inmersos, mayor será nuestra conciencia social. Así, veo un error aislar al niño de la realidad; no sólo llevándolo al campo como decía Rousseau, sino también con errores como el ocio en solitario, los mimos exagerados o la pereza misma. Un niño que no tiene oportunidad de fallar y caerse se hará más daño cuando se caiga siendo adulto. Casi puedo decir que me alegro de haber robado en dos ocasiones, para que mi conciencia aprendiese lo que era el sentimiento de culpabilidad y así, superarme a mí mismo en el tercer intento.

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