+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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9 de enero de 2010
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El domingo siguiente a la Epifanía celebra la liturgia el bautismo de Jesús. Aunque sean celebraciones contiguas, media una distancia de unos treinta años entre la manifestación de Jesús a los Magos y la fecha de su bautismo. Nunca comprenderemos el secreto de esa vida oculta a en Nazaret, de ese silencio de decenios, que son como una inacabable gestación, en una humilde aldea. Pero toda gestación se realiza en silencio. En silencio germina el trigo y crecen los árboles. Así prepara su misión Jesús.
Hoy lo vemos acercándose a Juan, colocándose silencioso, junto a una multitud de penitentes, en la cola de los pecadores, aunque Juan andaba diciendo que él bautizaba sólo con agua, en señal de conversión, pero que detrás de él venía uno que bautizaría con Espíritu Santo. Puesto en la fila de los pecadores, Jesús se hace solidario de la condición humana. “Cargado con nuestros pecados subió al madero de la cruz”, cantaremos en Semana Santa.
Jesús se bautizó en medio de un bautismo general. No fue un bautismo especial para él. Nunca le gustaron los boatos ni las solemnidades. Lo importante sucedió en su corazón. Fue un momento singular de toma de conciencia y de asunción de su vocación mesiánica.
Mientras oraba se abrió el cielo y descendió sobre él el Espíritu Santo. Es como si toda la obra de Dios en el mundo tuviera que comenzar o ir precedida de una actuación del Espíritu. Así sucede al comienzo de la creación; cuando cubre a María con su sombra al inicio de la redención; cuando se posa sobre cada miembro de la primitiva Iglesia el día de Pentecostés. Es la hora de una nueva creación; Dios hace alianza con la humanidad. La voz del Cielo le proclama como el Hijo amado en quien el Padre se complace.
Cuando en la cruz, bautismo definitivo y epifanía suprema de su vida, su corazón traspasado se convierta en manadero de agua y sangre, expresión de redención y de vida nueva, Jesús habrá cumplido generosamente su misión. Todo estará consumado.
El bautismo de Jesús nos remite a nuestro propio bautismo. El agua de su Espíritu que, desde entonces, no ha dejado de manar nos convierte también a nosotros en hijos de Dios, partícipes y prolongadores de la misión de Jesús.
También nuestro bautismo se consuma el día de nuestra muerte, cuando somos sumergidos definitivamente en Cristo para participar de una vida nueva en plenitud, cuando definitivamente entreguemos nuestra vida a Dios: “Hemos sido sepultados con Cristo en su muerte para participar de su resurrección”.
La mayor parte de nosotros fuimos bautizados en la edad infantil. Fue el inicio de un proceso. Antes de que nosotros eligiéramos a Dios, el nos acogió como hijos suyos en la Iglesia. El amor siempre se adelanta. Como se adelantó el amor de nuestros padres al ofrecernos todo lo que consideraban que necesitábamos en el orden material, aunque nosotros no fuéramos concientes de nuestras necesidades. Pero Dios nos ha creado libres y espera nuestra libre respuesta. Un momento importante de esa respuesta tiene lugar en la confirmación, donde, tras el correspondiente proceso catequético para que podamos actuar con conocimiento de causa, el don del Espíritu viene a confirmar y sellar nuestra libre y personal profesión de fe. Y en la medida en que nuestra confesión de fe sea verdadera, en la medida en que aceptemos a Jesús como camino, verdad y vida para nuestra vida…en esa medida el Espíritu que hemos recibido manifestará toda su fecundidad. Lo que no tiene sentido es pedir le bautismo por pura inercia, por costumbre social o como un simple rito convencional. Eso sería – ¡qué triste!- hacer cristianos nominales y, quizá, paganos reales.
Desde que me conozco en la Iglesia, y son ya muchos años, a nadie se le ha bautizado a la fuerza. A veces incluso me ha tocado, en mis años de trabajo pastoral en parroquia, pedir a algunos padres que se manifestaban escasamente o nada creyentes que pensaran en la conveniencia de demorar el bautismo de sus hijos. Lo tomaban como una ofensa o la negación de un derecho. Por eso, me duele cuando algunos que piden que se les reconozca su apostasía, hablan de imposiciones o coacciones por parte de la Iglesia.
A nadie queremos negar el bautismo, pero es hora de que todos empecemos a ser un poco más coherentes. Que la petición de este sacramento básico vaya acompañada del compromiso de educar a los hijos en la fe. Y eso se logra, sobre todo, cuando va por delante el deseo de una vida cristiana por parte de los padres. ¡Enhorabuena a todos los que un día recibieron el bautismo y lo siguen viviendo con el gozo de haber recibido el mejor regalo!