+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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16 de octubre de 2010
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Jesús, para explicar a sus discípulos que “tenían que orar siempre, sin desanimarse”, les propuso la parábola que leemos en el Evangelio de este domingo. Se trata de una pobre viuda, imagen de la debilidad, privada de apoyos, desprovista de recomendaciones, que no pude pagarse un abogado que defienda su causa. Y se trata de un juez impasible, sin religión ni humanidad, impermeable a cualquier sentimiento. Pero la viuda no se arredra; invulnerable a los desplantes va a ver al juez una, diez, veinte veces; suplica, grita. Al final, para quitársela de encima, el juez capitula y le hace justicia. “Pues Dios ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?, concluye Jesús.
Cuando visitamos un santuario es frecuente encontrar abundantes exvotos: piernas, manos y otros objetos con que los donantes quisieron dejar constancia de que su oración fue escuchada en algún momento difícil de su vida. Pueden ser desde un enfermo que se alza del lecho hasta un soldado que se salva en medio de una cruenta batalla o un marino que escapa indemne de un naufragio en alta mar. Todos tuvieron la certeza de haber sido escuchados por Dios. Esa, al menos, fue su convicción.
Contamos con la promesa explícita de Dios de que nos dará todo aquello que le pidamos con fe (Mt.21.22). Me parece importante aclarar que “pedir con fe” quiere decir pedir según la voluntad de Dios.
¿Puede darse el caso de que una oración sincera no sea escuchada? ¿No estaría en contradicción con la promesa del Señor? Sin embargo, nuestra diaria experiencia parece no confirmar tal promesa, hasta el punto de convertirse en piedra de escándalo para nuestra fe. Hemos pedido tantas cosas, incluso cosas buenas, que no hemos alcanzado… No es extraño que algunos, por esto, acaben dimitiendo de la oración, al llegar a la conclusión de que la misma tiene poco sentido.
Se trata de un problema tan antiguo que ya Orígenes, a principios del siglo III, se ocupó del mismo. Aquel buen catequista no albergaba la más mínima duda de que la oración siempre es escuchada por Dios. Pero advierte que tal vez nosotros no entendemos bien lo que significa ser escuchados. No siempre el bien es lo que nosotros consideramos bien, y no siempre el mal es lo que pretendemos evitar a toda costa. La mamá no haría bien a su niño si le diera un cuchillo para jugar, sólo porque el niño lo pide con insistencia; el pequeño acabaría seguramente haciéndose daño. La mamá con buen sentido le dará un balón.
Quizá sea algo parecido lo que hace Dios con nosotros: que, si no siempre nos da lo que le pedimos, seguro que está dispuesto a darnos lo que nos conviene.
Orígenes añade una interesante reflexión: Cuando oramos, no lo hacemos de manera individual; nuestras plegarias así no serían escuchadas. Ruega con nosotros también el Espíritu Santo, que clama en nuestros corazones: “¡Abbà, Padre!”, como dice San Pablo. Su voz se une a nuestra voz, pero con más fuerza y con más conocimiento de causa que la nuestra, porque el Espíritu conoce los planes de la providencia divina y sabe, mucho mejor que nosotros, de qué tenemos necesidad.
Nuestra oración es escuchada, pero no según nuestros pensamientos, sino según la voz del Espíritu que, de seguro, siempre nos obtiene del Padre, si oramos con fe, algo de más valor. Quizá pedimos la curación del cuerpo, pero tal vez lo que más necesitamos es la curación del alma; o pedimos aprobar un examen en vez de pedir ganas de estudiar, que sería mejor para nuestro crecimiento humano y cristiano.
Permitidme todavía otro aviso: El Hijo de Dios se encarnó para revelarnos el amor que Dios nos tiene, para librarnos del mal y para darnos la salvación. Y lo hizo con la cruz. Y en la cruz, revelación suprema del amor entregado, sigue estando la salvación del mundo. Bien entendida y asumida, la cruz puede convertirse en medio de purificación y de apertura a otros bienes más altos, aunque sea, como ensañaba Pablo, escándalo para unos y locura para otros. A veces, pasado algún tiempo, descubrimos que aquello que en su momento nos pareció un mal fue un bien excelente.
Tened la seguridad de que nuestras oraciones siempre son escuchadas, incluso aquellas que nos parecen fallidas sólo porque Dios no nos libra de la cruz. Conviene también tener en cuenta que el silencio de Dios es el espacio de nuestra responsabilidad. Ni debemos de echar las culpas a Dios de todo lo que pasa, ni debemos de esperar que nos lo solucione todo. Según esa regla, por poner algún ejemplo, sobrarían los médicos, los ingenieros; para aprobar no necesitaríamos ni siquiera estudiar. Bastaría con pedirlo. Pero así seríamos puras marionetas sin responsabilidad en manos de un dios tapa-agujeros.
Concluye así el bueno de Orígenes: “Dios en nuestro Padre y sabe de qué tienen necesidad sus hijos y qué es lo que corresponde a su solicitud paterna. Pero quien no conoce a Dios y el bien que de él procede, tampoco conoce realmente lo que más necesita”. Quien conoce a Dios sabe dar gracias por todo. Así lo entendieron y vivieron los santos.