+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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27 de noviembre de 2010

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A la vuelta de unas semanas, en la noche de fin de año, las grandes cadenas de televisión festejarán a bombo y platillo la entrada del Año Nuevo. 

Hoy, primer domingo de Adviento, los cristianos iniciamos un nuevo año litúrgico. Es bastante previsible que su llegada pase desapercibida en los medios de comunicación. El color morado de los ornamentos litúrgicos y la austera ornamentación de los altares serán los únicos signos visibles del acontecimiento. Y, sin embargo, lo que esperamos, porque el Adviento es tiempo de espera y de esperanza, tiene una trascendencia infinita.

Esperamos la venida de Nuestro Señor Jesucristo. Vino hace veinte siglos en el humilde parto de una joven nazarena y en la oscuridad de un establo «porque no había sitio en la posada». Vendrá al final de los tiempos en manifestación de poder y de gloria. Sigue viniendo en cada Navidad al corazón de todo el que esté dispuesto a acoger el don de su amistad.

El Adviento, como decía, tiene como compañera inseparable la esperanza, invita a mirar hacia adelante. El que viene es capaz de cambiar el corazón del hombre y el rumbo de la historia, de alumbrar un mundo nuevo de paz y fraternidad para todos los hombres de buena voluntad.

Mientras la crisis se prolonga sobre tantas familias y se demoran tantas aspiraciones justas, el grito de los viejos profetas de Israel volverá a resonar con un mensaje que acaricia y da seguridad; un mensaje de paz, sin otra contraprestación que la del amor acogido, consentido y compartido.

El Adviento trae consigo el rumor de la cercanía de Dios. Nos invita a soñar despiertos y en traje de faena con un mundo en que desaparezcan de la faz de la tierra el hambre y la injusticia, en que la dignidad de todo hombre sea reconocida, en que las espadas se tornen azucenas y el cielo se pueble de palomas en vez de proyectiles de guerra y de armas de destrucción masiva. Adviento es presentimiento de que el Dios que es amor se hace Emmanuel y quiere estar con nosotros. Vivir el Adviento es creer de veras que es posible, con la gracia de Dios, un mundo nuevo y mejor.

¿Por qué que no intentarlo con todas nuestras fuerzas? No son necesarias cosas espectaculares. Se puede empezar entrando dentro de nosotros mismos, auscultando el propio corazón, descubriendo los engaños conque nos autoengañamos y las justificaciones con que nos autojustificamos. La superficialidad nos impide descubrir la maldad que se agazapa, como la antigua serpiente de la catequesis del Génesis, en las entretelas del alma. Produce escalofrío la facilidad con que confundimos realidades tan bellas como el amor o como las relaciones afectivas interpersonales con un puro producto de consumo que vamos adquiriendo y desechando en el mercado de la vida a gusto del consumidor. «Todo necio confunde valor con precio» decía don Antonio Machado con fina sabiduría.

Tenemos por delante cuatro semanas de saludable retiro espiritual para sanear el corazón y disponerlo a la gracia de Dios. Sentiremos, cuando el volteo de las campanas de la Navidad nos anuncie que nos ha nacido el Salvador, que el canto de los ángeles no es una quimera, sino una realidad.

Belén significa «casa del pan». Con un poco de levadura nueva en el corazón de cada uno seríamos capaces de hacer fermentar la masa de nuestro mundo hasta convertirlo en hogaza de pan tierno para todos los hombres.