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13 de agosto de 2011

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Simpático, muy cercano y estupendo este pasaje del Evangelio que la liturgia de la Iglesia nos ofrece en este Domingo XX del tiempo de ordinario. Nos muestra algo fundamental: “la fe es universal”.

Es importante, y así os lo sugiero que lo hagáis, leer y seguir la lectura del pasaje tranquilamente antes de toda reflexión y ver cómo Jesús va trabajando el diálogo, la escucha, la acogida y la aceptación de esta mujer cananea.

A veces uno puede pensar: “parece que Jesús vino sólo para su pueblo judío, para los de su raza.” Y este pensamiento nos desvincula y nos aleja del Evangelio de tal manera que parecería que “no fuera para nosotros”. No, Jesús vino para todos. Nos acordamos perfectamente del centurión en Cafarnaúm, el leproso samaritano, la samaritana, la mujer cananea…, y cómo Jesús presta atención a todos y no solamente a los hijos privilegiados de Israel.

Jesús se encuentra con una mujer que es extranjera y por tanto pagana, motivo suficiente en aquella época para que fuese marginada por el Pueblo de Israel. Le pide a Jesús por su hija y entona veladamente una confesión de fe, tiene la certeza de que la salvación de Jesús no puede ser para unos pocos si en verdad es el Hijo de Dios y Mesías esperado. Jesús escucha, acoge y acepta su confesión de fe; y esto le hará variar el plan originario de fundación de su Iglesia, quizá previsto para las “ovejas de Israel”. [Os sugiero aquí una lectura continua de los capítulos 14 al 18 del Evangelio de San Mateo, la nueva versión oficial de la Biblia de la Conferencia Episcopal los titula “Fundación de la Iglesia”].

 Si Jesús vino para todos, entonces la fe es universal y por lo tanto la Iglesia es universal. No tiene límites, todos los hombres somos llamados. No hay unos de primera, ni de segunda, ni de tercera categoría. Sólo la fe en Jesucristo es el Carnet de identidad, de ciudadanía y de pertenencia al Pueblo de Dios, la Iglesia.

El Pueblo de Dios, ese llamado “Cuerpo místico de Cristo” no se apoya estrictamente en la uniformidad, sino que se apoya en la unidad, bajo la guía del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y estamos todos llamados a unirnos como Pueblo Santo de Dios, en el misterio de la Iglesia donde Cristo se revela, se manifiesta y actúa. Accedemos a Jesucristo por la fe, entramos en Comunión con Él por la fe, participamos de su vida y su promesa de salvación por la fe. Estamos y somos la Iglesia por la fe y participamos de ella y su misterio por la fe.

Sin fe podemos “estar”; pero no “ser” de Cristo, ni “ser” Iglesia.

Todos debemos sentirnos y hacer que todos se sientan en Nuestra Casa, en nuestra familia, en nuestra escuela de Comunión. Los de cerca y los alejados, del norte y del sur, de oriente y occidente, de distinta raza, cultura o condición social; Los que participan y los que no, los que pueden dar más y los que no pueden aportar; Los humildes y los más desenvueltos…. ¡No hay barreras!, por favor entendamos esto ¡no hay barreras! ¡No podemos poner barreras!

El egoísmo, la competencia, los celos, la envidia, el odio, la indiferencia, el desprecio, la desconfianza, el favoritismo, la cobardía, el abuso, la discriminación, la hipocresía, el orgullo personal, la superioridad, la comodidad, el propio bien por encima del común…. ¡SON BARRERAS QUE  PONEMOS EN LA IGLESIA! Y pueden hacer de límite a la expresión de fe personal que no tiene porqué ser uniforme.

Y sin embargo, el amor de Jesucristo es para todos y no tiene barreras. Estamos todos llamados, y somos admitidos, a la Iglesia, Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo para participar de este misterio, para que lo conozcamos y podamos encontrarnos con Dios “cara a cara” no sólo como hijos, sino como hermanos unidos.

En el Evangelio, la cananea responde al Señor desde la fe. Supera el “golpe” que el Señor le da al decirle “No está bien tomar el pan de los hijos para dárselo a los perrillos”, y  responde con mucha fe: “Señor, los perrillos comen las migajas que caen de la mesa de los amos.” Ella no se violentó, no se enojó, no se encrespó, no se fue, al contrario, siguió en la actitud de una verdadera discípula: tiene la humildad de seguir pidiendo y de seguir confiando.

Ahora fíjate en el propio Jesús. A veces, cuántas personas de nuestro alrededor esperan de nosotros, como Iglesia, un gesto y un acto verdadero de ESCUCHA, “aunque nos digan barbaridades”, de ACOGIDA, “aunque sean realidades que nos resultan inseguras y costosas y nos llaman a sacarnos de nuestras casillas ya establecidas”; y porqué no, de ACEPTACIÓN cuando el Evangelio y Dios nos estén demandando actuar así.

Pidamos el don de Dios para creer. Pidamos el don de Dios para pertenecer a la Iglesia. Pidamos el don de Dios para comportarnos como hijos y como hermanos. Pidamos el don de Dios para ser “otros Jesucristos” enviados a distintas partes de este mundo y de esta Diócesis a dar en su Nombre un AMOR sin límites y sin barreras.

Para eso nos da su bendición de Padre, de Hijo y de Espíritu Santo. ¡Que así sea!

José Antonio Abellán Jiménez
Vicario Episcopal Zona Sierra
y Párroco de La Purísima de Nerpio