Manuel de Diego Martín
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5 de noviembre de 2011
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Hace veinticinco años estuve unos días en Egipto. No iba con un grupo organizado, sino que desde Jerusalén en compañía de un misionero italiano hicimos el viaje en transportes públicos. En un convento franciscano, en el que nos alojábamos, nos recomendaron que no nos mostrásemos mucho con signos cristianos, pues a ciertas gentes del lugar les ponía muy nerviosos. Yo que acababa de volver de África pensé que al menos podía llevar visible mi pequeña cruz de madera que me había acompañado en mis años de misionero.
Una tarde nos dirigíamos por los arrabales del Cairo en un viejo Bus destartalado, con un calor de fuego, hacia las Pirámides. Enfrente de nosotros se sentaban dos chavalitas de unos doce años. Ellas nos miraban, sonreían y nos extendían sus manos. Nosotros pensábamos que eran unas más de esas enjambres de pedigüeños pidiendo “one dollar” a los ricos europeos. Hasta que nos dimos cuenta de que lo que ellas querían era mostrarnos sus brazos para que viéramos las cruces tatuadas y decirnos llenas de alegría que ellas también eran cristianas como nosotros.
En aquellos días pudimos percibir la opresión, la marginación a la que estaban sometidos los cristianos coptos. Nos contaban historias que nos llenaban de rabia de ver cómo un sistema político, una ideología puede hacer tales barbaridades de condenas a ciudadanos libres a vivir casi como esclavos, con menos derechos que los animales.
Ahora vemos que los últimos cambios políticos en vez de traer más paz y libertad al pueblo egipcio, lo que han triado es que tiren más y más de la soga que ya tenían echada al cuello y ahora quieren estrangularlos del todo. No hace un mes vivimos la tragedia de esos veinticuatro muertos y más de trescientos heridos al cargar la policía sobre una manifestación de cristianos que protestaban pacíficamente porque intencionadamente les habían quemado su Iglesia.
Hace unos días ha ocurrido otro hecho tan terrible como macabro, que muestra un poco el ambiente horroroso en que se mueven nuestros hermanos cristianos. En un colegio los mismos compañeros masacran a un chaval, por el simple hecho de llevar una cruz tatuada en su brazo. Y da la impresión de que de este hecho no merece la pena hablar porque aquí no pasa nada, ya que para muchos lo que sea dar leña al cristiano está muy bien visto. Esto me hacer recordar a las chiquillas del Cairo mostrándonos con tanto alegría las cruces de sus brazos. ¿Qué habrá sido de ellas?
¿Tendrán los pobres coptos que encerrarse en las catacumbas para poder seguir viviendo ante tanta indiferencia? Ningún cristiano, ningún hombre de buena voluntad puede resignarse a ello.