+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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28 de enero de 2012

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El evangelista Marcos, al que seguimos este año en la liturgia, acompañó a Pablo en sus primeros viajes apostólicos, luego permaneció junto a Pedro hasta su muerte. Marcos, fiel transmisor de la enseñanza de Pedro, escribe su evangelio cuando estaban desapareciendo aquellos que fueron testigos presenciales de Jesús.

Marcos nos describe, entre este domingo y el próximo, lo que podría ser una jornada típica de Jesús. Ha empezado Jesús su predicación en Cafarnaún, un lugar estratégico a la orilla del lago, en la ruta de las caravanas.

Mirándolo bien, nosotros, cada domingo, repetimos el mismo gesto que aquellos habitantes, que acudían el sábado a la sinagoga, donde Jesús, el Maestro, solía enseñar.

Somos cristianos por el bautismo, pero necesitamos aprender a vivir como tales. A ningún escolar, por mucho ingeniero que quiera ser, le entregan el título nada más llegar. Antes tiene que aprender a leer, escribir y otras muchas cosas más para no convertirse en un peligro público. Nuestra paradoja es la de llegar a ser lo que somos. 

A través de Marcos, pues, asistimos a la predicación de Pedro, a sus recuerdos vivos, a su profunda y apasionada amistad con Jesús. Asistimos, contando con la mediación apostólica, a la predicación de Jesús. Vamos a descubrir que los oyentes “quedaban asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad”. Los escribas, los fariseos, los doctores de la Ley también enseñaban al pueblo.

La verdad es que es una delicia escuchar a personas que hablan bien, que manejan el lenguaje con belleza, encontrando siempre la palabra precisa, administrando con elegancia los giros, sorprendiendo con la originalidad de sus imágenes. Pero parece claro que el evangelista Marcos, cuando nos dice que Jesús “hablaba con  autoridad”, no se refiere a la calidad de la oratoria de Jesús, sino a la verdad de su mensaje: su palabra era una palabra hecha carne en su carne y hecha vida en su vida. Con esto no estoy negando que Jesús tuviera un lenguaje cautivador. Sabemos que era un original y excelente contador de parábolas. 

La palabras de Jesús quemaban como el fuego -“las palabras que os he dicho son espíritu y son vida”- , llevaban fuerza liberadora, por eso podían curar al hombre “poseído por un espíritu  inmundo”. No eran palabras aprendidas, rutinarias, frías; no eran palabras con sabor a escuela o a ideología; eran palabras que dolían, que emocionaban, que tocaban el corazón. Eran palabras con sabor a intimidad, a compasión, a esperanza, a gracia y alegría.

Por el bautismo empezamos a pertenecer a un pueblo de reyes, sacerdotes y profetas. Jesús no sólo habla, sino que pone sus palabras en nosotros para que continuemos su misión profética. Obispos, sacerdotes, padres, catequistas, educadores, cristianos comprometidos, todos…, si nuestra autoridad sólo se basa en la retórica, si no es palabra que nace de un encuentro y una experiencia terminará siendo como “un metal que resuena o un címbalo que aturde” como decía san Pablo.

Benedicto XVI, en el documento postsinodal “Verbum Domini”, nos recordaba no hace mucho nuestra participación en la misión profética de Cristo: “Puesto que todo el pueblo de Dios es un pueblo “enviado”, el Sínodo ha reiterado que “la misión de anunciar la Palabra de Dios es un cometido de todos los discípulos de Jesucristo, como consecuencia de su bautismo. Ningún creyente en Cristo puede sentirse ajeno a esta responsabilidad que proviene de su pertenencia sacramental al Cuerpo de Cristo. Se debe despertar esta conciencia en cada familia, parroquia, comunidad, asociación y movimiento eclesial. La Iglesia, como misterio de comunión y misión, es toda ella misionera y, cada uno en su propio estado de vida, está llamado a dar una contribución incisiva al anuncio cristiano”.

El Plan Pastoral Diocesano nos invita a renovarnos para evangelizar. No estamos llamados a la palabrería, ni a ser lo que decía de aquel parlamentario: que “era un mar de palabras en un desierto de ideas”. Lo nuestro es el servicio a la Palabra. Se nos pide que “purifiquemos  nuestros labios y nuestro corazón con un carbón encendido, si fuera preciso, como el profeta Isaías, para poder anunciar con dignidad y competencia el Evangelio”.

Me gustan, Señor, los hombres que hablan bien. Pero sé también que “Tú escondes, a veces, ciertas cosas a la gente sabia e importante y las manifiestas a la gente sencilla”. Más que elocuentes oradores de campanillas, haznos verdaderos mensajeros tuyos.