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4 de agosto de 2012
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Continuamos en este domingo XVIII del Tiempo Ordinario con el discurso del pan de vida, que nos acompañará durante las próximas semanas. En el Evangelio de hoy el Señor nos invita a purificar nuestras voluntades, nuestras intenciones. Jesucristo denuncia que la gente no le sigue porque hayan visto en Él al Mesías venido para liberar al Pueblo de Dios, sino que lo buscan porque han quedado saciados por el pan multiplicado, como veíamos la semana pasada.
Cristo nos plantea la misma cuestión a nosotros. Los que acudimos a la Eucaristía, ¿qué buscamos realmente? ¿Somos conscientes de que en ella se produce el encuentro con su persona?
Lo que Jesús pide a la multitud que lo encuentra al otro lado del lago, y hoy a cada uno de nosotros, es “que creáis en el que el Padre ha enviado”. Y no creerle sólo por los magníficos signos que ha ido haciendo, ni porque en un momento puntual han sido saciados materialmente gracias a su intervención.
La invitación del Señor es a trabajar por un alimento distinto, uno que perdura hasta la vida eterna, unos que nos acerca de modo misterioso al Padre. Es una invitación a trabajar por acercarse a Él mismo, por conocerle a Él, y de este modo estar más cercanos al Padre que nos manda el verdadero pan bajado del cielo.
El verdadero pan bajado del cielo no viene invocado por hombres, no es Moisés quien se lo consigue al pueblo de Israel; es el mismo Dios el que procura amorosamente el alimento para su pueblo. En un tiempo, el del éxodo por el desierto, ese alimento era el maná. En el tiempo de la Nueva Alianza, es el mismo Hijo de Dios el que no sólo baja del cielo, sino que se hace para nosotros verdadero alimento y verdadera bebida que perdura hasta la vida eterna, que “da la vida al mundo”.
“Yo soy…” –ese yo soy con el que Jesucristo se manifiesta poderoso en el Evangelio de Juan-, “…el pan de vida”. El mismo Cristo es el que nos alimenta, en cada Eucaristía, hasta saciarnos como sació a los miles de personas que le siguieron en aquella ocasión.
Él es el que está verdaderamente presente bajo las especies de pan y vino en cada Eucaristía. Conviene que nos hagamos cada vez más conscientes de que es Él, de que realmente el Hijo de Dios hecho carne se nos da como alimento, cada vez que nos acercamos a recibir la comunión.
Concluye Jesús diciendo que “el que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed”. Es una afirmación que, reducida a una interpretación meramente materialista, en este tiempo de carencia y de crisis, puede resultar un poco provocadora. Sin embargo, también es un buen momento para subrayar que la labor de Cristo, que da de comer a quien se acerca a Él, sigue desarrollándose calladamente, también en estos tiempos, por medio de su Iglesia.
La Iglesia no puede dejar de ofertar el pan vivo, en todas sus “versiones”, en estos tiempos de dificultad. Debemos seguir anunciando que sólo Cristo puede saciar verdaderamente el hambre de Dios que experimenta el corazón de cada hombre. A la vez, es tiempo de valorar, y de continuar apoyando solidariamente, empujados por la responsabilidad para con nuestros hermanos más necesitados, la labor silenciosa pero eficaz de instituciones como Cáritas, cuyo desvelo no es otro que la atención material de los que se ven más afectados por la situación actual, como primer paso para ofrecer ese otro pan que da la vida, que calma toda hambre y anula toda sed.
“¿Cuál es tu obra?”, pregunta la multitud a Jesús, y nos puede preguntar el mundo de hoy a todos los que nos sentimos partícipes de la misión de la Iglesia. El mismo pueblo le recuerda tiempos pasados, cuando apelan a Moisés como quien les proveyó del pan bajado del cielo. Nuestra respuesta, igual que la de Cristo, debe ser una actualización de esa ofrenda divina, una renovación que se ajusta a las necesidades, no sólo materiales, de quien nos busca y nos pide una palabra que da la vida al mundo. Colaboremos con generosidad responsable con quienes dan el pan material que sacia, y seamos testigos de la Palabra que alimenta, que se convierte en pan de vida.
Juan Iniesta Sáez
Sacerdote Diocesano