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18 de agosto de 2012

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A veces, ante el hecho del hambre en países del Tercer  Mundo, se oyen afirmaciones tales como «que lo arreglen los gobiernos», o que «no sean tan perezosos», y otras salidas de tono por el estilo.

Cuando vemos que en nuestro país hay cerca de cinco millones de parados, y que las circunstancias económicas obligan a apretarse el cinturón, puede que esta realidad nos ayude a pensar de otra manera y entendamos mejor a tantos cientos de millones de hombres y mujeres que en el mundo padecen  hambre crónica, y eso desde la cuna hasta la tumba.

En este contexto de estrechez que vivimos actualmente, puede parecer una ironía escuchar las palabras de Jesús dirigidas a los judíos: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre». Jesús pronuncia dichas palabras ante un grupo de gente, no sobrada de pan y escasa de bienes materiales, pero que han sido testigos del gran signo realizado por Jesús, en el que dio de comer hasta saciarse a una gran multitud de gente.

Y del signo, del pan material, Jesús pasa a hablar de sí mismo que se da como alimento de Vida, y hablando así anticipadamente de lo que un día será la Eucaristía, el signo sacramental que él nos dejó como memorial de su muerte y resurrección.

Comer el Cuerpo y beber la Sangre de Cristo es acoger y dar entrada en la vida del creyente a aquel que es la Vida misma; es dejar que Cristo transforme la vida del discípulo, pareciéndose más a él, adoptando los mismos sentimientos de entrega, pues no vino a ser servido sino a servir y dar la vida en rescate por todos.

Comer el Cuerpo y beber la Sangre de Cristo es identificarse con él, hacerse uno con Cristo, es reconocer y creer que el único camino que lleva a la Vida no es otro que el camino de Jesús, su estilo de vida, que fue simultáneamente entrega al Padre y entrega a la humanidad, «porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo, para que el mundo se salve por él».

La Eucaristía es el signo sacramental por el que se hace actual y presente para nosotros lo que Jesús realizó históricamente con su vida, muerte y resurrección. Desde la resurrección de Cristo, la Eucaristía es el centro y culmen de la vida cristiana, porque es el encuentro real (misteriosamente presente) de Jesucristo resucitado con su familia, la Iglesia, representada en la asamblea eucarística.

Lo mismo que entonces Jesús sació de pan a la multitud que acudió a él, desde la resurrección hasta nuestros días, la comunidad de discípulos de Jesús comprende la Eucaristía como el gran regalo de Jesús, quien nos invita a sentarnos a su mesa, entra en conversación con nosotros sus amigos mediante la Palabra que se proclama, y nos da fuerza en el pan partido y recibido, fuerza que nos debe llenar de alegría y de valentía para salir a la misión, como hizo aquel primer día de Pascua con los discípulos de Emaús. Con este gesto de la Eucaristía, los cristianos celebramos el día del Señor, el domingo.

El papa Juan Pablo II, en el último año de su vida, nos dejó una preciosa Carta apostólica «Mane nobiscum Domine» en la que, en sintonía con la gran tradición de la Iglesia, pone de relieve la importancia de la Eucaristía, afirmando que «la Iglesia es cuerpo de Cristo»: se camina «con Cristo», en la medida en que se está en relación «con su cuerpo» (la Iglesia), que actúa por medio de la presencia y acción del Espíritu Santo.

El papa añade algo más: «la Eucaristía, dice, no sólo es expresión de la comunión en la vida de la Iglesia; es también proyecto de solidaridad para toda la humanidad, como afirmó Jesús, después de lavar los pies a los discípulos: «el que quiera ser el primero que sea el servidor de todos».

Por tanto, la Eucaristía y la llamada a comer el Cuerpo y beber la Sangre de Cristo, no es simplemente llamada a un acto intimista sino, sobre todo, es llamada a un compromiso de ser como Jesús, el hombre para todos. Así pues, el cristiano es llamado a celebrar y recibir el cuerpo de Cristo, es lo que hacemos cada domingo, en el que Jesús señala el camino a seguir (Palabra proclamada) y da su fuerza (en la comunión), para llevar a cabo la misión que Jesús nos encomienda realizar por los distintos caminos de nuestro mundo, donde estamos y nos movemos los cristianos.

Pedro Ortuño Amorós
Rector del Seminario y Párroco de La Resurrección