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29 de septiembre de 2012
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El Evangelio de la semana pasada nos invitaba a un sincero itinerario de conversión: pasar de las estrategias de poder a la estrategia del servicio. Éste es un paso decisivo en cualquier itinerario de iniciación cristiana o de maduración en la pertenencia eclesial. En el poder hay pugna, competitividad, recelo, prejuicio… infelicidad en el fondo; en el servicio, sin embargo, encontramos donación, entrega, comunidad… sentido y pasión por la tarea al fin y al cabo.
Cuando leemos el Evangelio de esta semana nos da la sensación de que los discípulos estaban siempre empezando; era tal su ansia de poder que no les importaba hacer afirmaciones tan aberrantes como esta: “Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios invocando tu nombre y hemos intentado impedírselo, porque no nos seguía a nosotros”. Jesús, contrapunto siempre necesario, les devuelve a la estrategia del servicio: “quien no está contra nosotros, está a favor nuestro”.
Los cristianos y la Iglesia que nos convoca y que entre todos formamos, siempre tendrá que debatirse en esa eterna tensión: estar continuamente afirmándonos, fortaleciendo nuestras identidades fuertes, construyendo con actitudes defensivas nuestro ideario, o bien descentrándonos, descubriendo lúcidamente que no hay más identidad que la que seamos capaces de formar en nuestro servicio a los demás. Cuando nos regocijamos en exceso en afirmar la identidad nos atrincheramos psicológica y sociológicamente; además nuestra espiritualidad lejos de descubrir la huella que el buen Dios ha dejado en nosotros, se convierte en simple mecanismo de autoafirmación excluyente. Por otra parte, el necesario realismo que ha de marcar nuestra acción evangelizadora siempre nos recordará que en el fondo, cuando “nos creemos alguien”, más que tocar la gloria, nos precipitamos al fracaso; conviene en este sentido leer unos cuantos versículos antes cuando los propios discípulos son incapaces de curar a un epiléptico (Mc 9, 14-29).
Por tanto, si el servicio es lo fundamental, en la experiencia de la fe es siempre prioritaria la praxis: ni un simple vaso de agua quedará sin recompensa, viene a decir Jesús. Ya lo dijo aquel buen teólogo cuando afirmaba que “la fe de los cristianos es una praxis dentro de la historia y de la sociedad, que se concibe como esperanza solidaria en el Dios de Jesús”. Precisamente por eso, Jesús se muestra tan sumamente exigente frente a aquellos que escandalizan a los pequeños. En este contexto, “pequeños” no significa niños sino más bien “inseguros” personas cuya fe y pertenencia eclesial no es del todo madura; probablemente Marcos se refiera a quienes están haciendo el camino de el iniciación cristiana.
Escandalizar significa no servir. En la cultura judía en la que fue educado Jesús, la mano simboliza la actividad, el pie la orientación en la vida y el ojo los deseos. Por tanto una mano no tendida a los demás sino replegada sobre si mismo, es una mano escandalosa; un pie no orientado al otro para entregarme a él y servirle es un pie perdido; un ojo que no desee el amor servicial y generoso, está ciego. Ése es el mayor escándalo para Jesús: una mano replegada, un pie perdido y un ojo ciego. La consigna de Jesús es clara, dejarnos quemar –abrasar- por el amor, es decir, arrancar esas actitudes de nuestro corazón para propiciar un seguimiento con sentido y un testimonio cierto.
Como siempre, el evangelio resulta tremendamente provocador. Se trata de acertar a descubrir su fuerza originante capaz de moldear nuestra vida. Por eso, frente a la tentación cultural del individualismo, la Palabra nos propone el gozo de la compañía del hermano; frente a la tentación eclesial de vivir a la defensiva, la Palabra nos sugiere la mística de los ojos abiertos, las manos ofrecidas y los pies en camino; frente a la tentación personal de convertirnos en protagonistas de todo, la Palabra nos ofrece la capacidad de escucha y de silencio.
Quienes tenemos la sensibilidad religiosa arraigada en nuestro corazón hemos de sentirnos corresponsables de este servicio a la esperanza. No es tiempo de defendernos unos de otros sino de apoyarnos unos a otros. Así lo entendió el beato Juan Pablo II cuando afirmaba que “a través de la práctica de lo que es bueno en sus propias tradiciones religiosas, y siguiendo los dictámenes de su conciencia, los miembros de las otras religiones responden positivamente a la invitación de Dios y reciben la salvación en Jesucristo, aun cuando no lo reconozcan como su salvador”.
Francisco Jesús Genestal Roche
Párroco de San Roque (Hellín)