+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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12 de enero de 2013

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Han dejado de sonar los villancicos y han ido desapareciendo de las calles las guirnaldas de estrellas de colores. Vuelven las mañanas a poblarse de estudiantes camino de sus clases. Tras las fiestas navideñas, que siempre nos prenden algún alfiler de ilusión y de ternura en el alma, vuelve la monotonía del trabajo diario, la cuesta de enero, tan empinada para muchas personas.

Con la fiesta del Bautismo de Jesús se clausura en la liturgia el ciclo de Navidad. La Encarnación no terminó el día en que María dio a luz a su Hijo y lo envolvió en pañales. Continúa en Nazaret, donde el Niño crece “en edad, en sabiduría y en gracia”, donde va a experimentar en su propia carne el duro oficio de ser hombre: trabajar con manos de hombre, pensar con mente de hombre, actuar con voluntad de hombre, amar con corazón de hombre. Como para cada uno de nosotros, también para Jesús pasó la edad de la inexperiencia, de ver el mundo por los ojos de otro; pasó la edad en que los sueños superan la realidad. Pasó su primera juventud y ha llegado la hora de la madurez y de tomar decisiones que implican la vida entera. Es la hora de empezar a vivir a campo abierto y a realizar públicamente la misión que Dios le había confiado (cf. F Lambiasi. Sorprendidos del gozo).

“En el año decimoquinto del imperio de Tiberio César”, cuando el carpintero de Nazaret rondaba los treinta años, su vida va experimentar una ulterior bajada. Con la opción de hacerse bautizar por Juan el Bautista, poniéndose como uno más en la fila de los pecadores, manifiesta que no quiere distanciarse de la humanidad corrupta y pecadora, sino mezclarse con ella, a pesar de que Él no conocía el pecado.

La Encarnación, para Jesús, no es sólo hacerse hombre, es sumergirse en la pasta dañada de la humanidad pecadora. «Tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote misericordioso y fiel… ,y expiar los pecados del pueblo» (Heb. 2,17). Por eso, no le bastó con hacerse hombre, ni pasar treinta largos años aprendiendo a ser hombre, sino que «se despojó  de sí mismo, tomando la  condición de esclavo» (Flp. 2,7).

Podía haber invocado sobre la humanidad el fuego purificador del juicio divino; podía haber abierto una escuela en Jerusalén, como hacían los grande rabinos, para enseñar la ley divina; podía haber llamado a la “guerra santa” para acabar con los infieles, como harían otros; podía haber recurrido a métodos coactivos e intolerantes, como haríamos en algunas ocasiones sus mismos seguidores.

No. Jesús elige hacerse compañero de los pecadores hasta el punto de poner en peligro su misma reputación. Como cordero inocente se hace cargo de todo el pecado del mundo, y con la fuerza del amor del Padre comienza a recorrer los caminos de la vida sanando a cuantos eran prisioneros del mal. Va al encuentro de la miseria espiritual y material, curando enfermos, acogiendo a los niños, perdonando a los publicanos y pecadores, proclamando la Buena Nueva a los pobres.

Es una elección que el Padre aprueba y confirma, manifestando solemne y públicamente toda su complacencia: “Mientras oraba, se abrieron los cielos , bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo. “Tú eres mi Hijo, el amado, en quien me complazco” (Lc.3, 22).

También nosotros hemos sido bautizados en el nombre de Jesús; también a nosotros se nos ha dado el don del Espíritu Santo. No podemos excusarnos diciendo que no podemos actuar como Jesús porque él era Hijo de Dios, mientras que nosotros sólo somos unos pobres hombres. También nosotros nos llamamos y somos hijos de Dios. Con el bautismo hemos sido injertados en Cristo; podemos hacer “sus misma obras y aún mayores”. También nosotros podemos abrir un trocito de cielo en nuestra casa, en nuestra familia, en el trabajo, en la parroquia, hacer más llevadera la situación a los que sufren. Y eso: contagiando esperanza contra la desesperanza, venciendo el mal con el bien, alegrándonos con los que están alegres y llorando con los que lloran, poniendo alegría donde hay tristeza, poniendo perdón donde haya ofensa.