+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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16 de febrero de 2013

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El pasado miércoles la liturgia nos introducía en el tiempo de Cuaresma. Cuarenta días que marcan un camino de renovación y conversión.

La lección empieza con el rito de la imposición de la ceniza y la invitación profética a “rasgar los corazones, no las vestiduras”.

Necesitamos abrimos a Dios, a los otros, a la verdad, al bien, a la belleza. Cuando el hombre se cierra en sí mismo, en su autosuficiencia, acaba encontrándose, antes o después, con el vacío y la nada.

En una entrevista realizada hace uno años al pensador A. Gkucksmann, manifestaba éste que nuestro mundo está afectado globalmente por el nihilismo, ese extraño virus que se desarrolla siempre que el hombre pretende suplantar a Dios. Cuando eso sucede, la libertad no se siente servidora del bien y de la verdad, sino su dueña; se pierde, según el pensador citado, la conciencia del mal; se inocula en nosotros el convencimiento de que todo vale, de que todo está permitido, que tal es la ideología con que se hace visible el nihilismo.

Probablemente, para muchos, la Cuaresma pertenece a ese pasado, denostado y ridiculizado, que se recuerda con más pena que gloria. Y, sin embargo, la Iglesia nos la sigue ofreciendo como “un tiempo de gracia para renovar en santidad a tus hijos”. Es el retiro anual que nos da la oportunidad de encontramos con Dios, con nosotros mismos, con los otros, sin maquillajes ni autoengaños, en sinceridad y verdad. Es una eficaz cura para el rejuvenecimiento interior.

La liturgia del primer domingo de cuaresma nos presenta las tentaciones que probablemente acompañaron a Jesús a lo largo de su ministerio mesiánico. El evangelista, con una finalidad catequética, las habría estructurado siguiendo el esquema de las tentaciones de Israel en el desierto. Las ha colocado en el desierto, después el bautismo.  

Las tentaciones de Jesús tienen que ver con el modo de realizar su tarea mesiánica. Probablemente rebrotarían en los momentos en que se endurecía la oposición, cuando su misión, por no responder a las expectativas del pueblo, pareciera estar abocada al fracaso. ¿Por qué ese camino humilde de compartir la menesterosidad humana, dejando como en penumbra su condición de Hijo de Dios y sus poderes mesiánicos? Imaginemos a Jesús, en medio de un pueblo hambriento, convirtiendo las piedras en pan, o lanzándose desde el pináculo del templo y descendiendo mansamente a la vista del pueblo y de los sumos sacerdotes. Todos habrían caído rendidos a sus pies; ello habría hecho más fácil su tarea y más exitosa su misión. Lo que pasa es que así nos habría revelado lo que se puede lograr con el poder, pero ¿nos habría revelado el amor del Dios compasivo y misericordioso, que no humilla al hombre desde arriba, sino que lo levanta desde abajo? Sólo redime el que comparte y compadece con la persona amada. Sólo el amor posibilita alcanzar una libertad liberada.

En el diálogo que el Gran Inquisidor de la novela de Dostoievski mantiene con Jesús, en Sevilla, durante la noche, se encuentra una muy sugerente interpretación psicológica de las tentaciones. El Gran Inquisidor le recrimina a Jesús que no hiciera caso al tentador, que conoce tan bien a los hombres y que tan bien sabe manejarlos. Los hombres, le viene a decir, aunque parezcan buscarla, a nada temen tanto como a la libertad; están dispuestos a venderla por un poco de pan, de placer, de poder, de éxito o de seguridad. Tú, en cambio, ofrecías una libertad tan exquisita que así acabaste: sin poder y sin éxito, en el estrepitoso fracaso de la cruz.

Las épocas de grande mutaciones culturales suelen ser épocas propicias para que al creyente y a la Iglesia le salten sutiles tentaciones sobre su identidad y su misión. No es fácil, en el contexto cultural actual, resistirse a la tentación de lo fácil, de lo que se lleva o se nos vende como lo políticamente correcto, sobre todo cuando esto lleva la marca de progresía.

A las tentaciones de Jesús, salvadas las distancias, ha de enfrentarse la Iglesia en cada nuevo recodo de la historia. Y a ellas tiene que enfrentarse cada cristiano hoy. Un buen momento de discernimiento puede ser esta Cuaresma.

La Cuaresma va acompañada de tres signos: La oración, el ayuno y la limosna. La oración nos ayuda a encontrarnos con el Dios escondido, con nosotros mismos, con los otros. El ayuno ejercita la austeridad. La limosna enseña a configurar la vida desde la misericordia y la solidaridad.