+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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12 de octubre de 2013

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Hubo una época en que la salvación del alma se consideraba el bien más preciado y apreciado. “Que al final de la jornada/ aquel que se salva, sabe, / y el que no, no sabe nada”, era un refrán rimado que aprendíamos en la catequesis.

En cambio, hoy, en nuestro mundo secularizado, casi sólo se habla de la salud física o del bienestar psicológico. Y no digamos lo importante que es el cuidado de la belleza corporal: cómo se multiplican los gimnasios para fitness,wellness o body-building (si se dice en inglés, la cosa se prestigia); cómo se difunden las dietas milagrosas; con qué lujo de imágenes se anuncian míticos paraísos terrestres. La felicidad eterna ciertamente no se cotiza al alza.

En nuestra cultura parece que se constata también un declive imparable del lenguaje de la gratitud. En otros tiempos, la lluvia o el buen tiempo, la recolección de la cosecha o el fin de la peste se consideraban dones que había que agradecer a Dios.

Se olvida el lenguaje de la gratitud y se ensancha el área de los derechos, no sólo los legítimos -a la salud, a la instrucción, al trabajo…-, sino que hasta los deseos se convierten en derechos. La Iglesia misma ha sido abanderada de los derechos humanos. Pero tendríamos que hablar también de deberes y de agradecimientos. El secularismo está dando lugar a que muchos tengan una visión plana, puramente horizontal de la realidad. Cuando se prescinde de Dios, el hombre fácilmente se considera el único dueño de su vida, a nadie fuera de él mismo debe nada. La gratitud es difícil porque requiere la muerte de nuestro narcisismo.

Los cristianos creemos, por el contrario, que nuestro ser, nuestra vida es un don gratuito de Dios, que nos ha creado y redimido. Por eso, afirmaba Bernanos que “todo es gracia”. Por eso, en justa correspondencia, cada domingo, en el prefacio de la misa, cantamos agradeciendo los dones de la creación y de la redención: “es verdaderamente justo y necesario darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo”-

Cuando se quiebra la dimensión vertical, que refiere nuestra vida “al Otro”, el hombre se constituye en centro de sí mismo, y queda dañada también la misma relación horizontal con “los otros”. En el pan que comemos, en la casa que habitamos, en los vestidos que usamos, en el asfalto que pisamos o en la cultura que asimilamos hay esfuerzo, sudor y vida de muchas personas. Me duele que se rompan o maltraten los recursos que se ofrecen para uso y disfrute de todos. Duele no sólo por el gasto que supone al erario público, sino, sobre todo, por la quiebra que supone en la conciencia de los autores. El respeto a la vida, a los otros y a las cosas tendría que ser como un permanente canto de gratitud a Dios y a los demás.

De gratitudes va el evangelio de hoy: Al entrar Jesús en una aldea le salieron al encuentro diez leprosos  que, a distancia, le gritaban: “Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros”. Sabemos la exclusión que la lepra comportaba en aquella sociedad de entonces. Jesús curó a los diez, pero sólo uno volvió para “dar gracias”. No es extraño que el Señor acusara el golpe: “¿No eran diez los curados?; los otros nueve, ¿dónde están?

¿Será hoy ése el porcentaje de los que vuelven a dar gracias: uno entre diez? “Pocas veces, quien recibe lo que no merece, agradece lo que recibe”, escribió sabiamente Quevedo. No es bueno ir por la vida pensando que a todo tenemos derecho. Primero, porque no es verdad. Segundo, porque si creemos que tenemos derecho a todo, fácilmente pasaremos a esperar que todo se nos dé hecho.

Francisco de Asís daba gracias por el regalo de todas las criaturas, con las que se sentía profundamente hermanado. Ahora que empiezan el curso escolar, ¿no sería un capítulo importante de la educación el aprender a dar gracias? La Eucaristía es la “acción de gracias” por antonomasia para los católicos.