+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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12 de abril de 2014
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Todos nos encontramos en algún momento de nuestra vida con la hora de la verdad. Son esas situaciones insoslayables en que hay que tomar partido, jugarse la vida a una carta. En la jerga torera, la hora de la verdad hace referencia a ese momento decisivo y último en que, dejando atrás los pases florados y los aplausos, hay que enfrentarse al toro a pecho descubierto, sabiendo que la muerte ronda a toro y torero.
Contaba D. José María Pemán que, en las afueras de algunas ciudades, se conservaba todavía lo que llamaban “el Campo de la verdad”. Era el lugar en que, en épocas de persecución, vivieron los mártires su hora de la verdad: el martirio.
Jesús vivió siempre en la hora de la verdad. Pero hubo en su vida una hora reiteradamente subrayada por los evangelistas: “He aquí que llega la hora.”. Es la hora que va a coronar la fase suprema de su actividad, que Jesús compara con la hora de la mujer, cuyos dolores de parto marcan la aparición de una nueva vida. Es una hora de sufrimiento, porque desencadena un rudo combate interior al ser también la hora del enemigo y del triunfo aparente de las tinieblas. Es la hora de Dios, fijada por Él, que Jesús ha de vivir según la voluntad del Padre.
Según el evangelista san Juan, hay una hora –“mi hora”, dice Jesús- que ni siquiera su Madre la puede adelantar: “Mujer, todavía no ha llegado mi hora”. Cuando llegue su hora – “se acerca la hora…, esta es la hora”- Jesús va a vivirla, como si hubiera venido sólo para “esta hora”: la hora del amor llevado hasta el extremo, una hora que va a vivir libremente, como si dominara los acontecimientos.
El domingo de Ramos nos presenta dos fragmentos evangélicos. Uno, la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Otro, cinco días después, su pasión y su muerte. Uno, la aclamación alborozada del pueblo que, alfombrando el camino con ramos, gritaba: “Bendito el que viene en nombre del Señor”. Otro, la hora de la verdad: cuando la misma gente que ayer le aclamaba, grita hoy desaforadamente: “¡Crucifícale”!, sabiendo que no tenía delito alguno.
El domingo de Ramos tiene, pues, su cara y su cruz. Por una parte, la exultación, que parecía sincera. Por otra, el incomprensible rechazo de alguien que, “pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos”.
Ante estas terribles paradojas, al comentarista le surgen preguntas que comparte:
¿En qué cimientos se apoya mi opción cristiana, que tan fácilmente paso, como los coetáneos de Jesús, “del infinito al cero”, del entusiasmo al olvido, a la traición? ¿Por qué este balanceo entre mis domingos de ramos y mis viernes no santos? ¿Qué es éste tejer y destejer de mi vida, pasando tan fácilmente de las palmas a los pitos, del aplauso al vituperio?
¡Qué vergüenza tan grande comparar esta volubilidad mía en mis decisiones, con la fidelidad alarmante del amor de Dios! Porque, es verdad, Dios nunca me ha vuelto la espalda. Al contrario, me ha recordado que “aunque una madre abandonara al hijo de sus entrañas, Él jamás me abandonará. En las palmas de su mano me tiene tatuado” (Isaías).
Al hombre, a todo hombre, tarde o temprano, nos llega nuestra “hora de la verdad”. El sufrimiento, la tristeza, la soledad, la incomprensión, la enfermedad, la muerte, nos van siguiendo como lobos hambrientos desde la cuna. Con esto no digo que el hombre este hecho sólo para sufrir. Pero prepararse para esa “hora de la verdad” no es masoquismo. Aprender a cargar con la cruz y seguir a Jesús es entender que nuestro “viernes santo”, vivido en comunión con Él, se hace liberación y redención para uno mismo y para todos los hombres; es creer que “por la cruz se va a la Luz, que por la muerte se va a la Vida”. La cruz es el árbol florecido en victoria.
¡Buena y fructuosa Semana Santa! ¡Feliz Pascua de Resurrección!