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26 de julio de 2014
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Una mujer sabia que viajaba por las montañas, encontró una piedra preciosa en un arroyo. Al día siguiente se encontró con un viajero que estaba hambriento, y la mujer sabia abrió su bolsa para compartir la comida. El hambriento viajero vio la piedra preciosa y le preguntó a la mujer si se la daba. Ella lo hizo sin dudar. El viajero partió, alegrándose de su buena fortuna. Él sabía que la piedra valía lo suficiente para darle seguridad por toda la vida. Pero unos días más tarde, volvió a devolverle la piedra a la mujer sabia.
“He estado pensando -dijo-, lo que vale la piedra, pero te la devuelvo con la esperanza de que me puedas dar algo más precioso. ¡Dame lo que tienes dentro de ti que te permitió darme la piedra!”.
Esta fábula bien podría ser otra versión de las parábolas que Jesucristo nos propone en el Evangelio de este domingo. El que encuentra el tesoro en el campo, el comerciante que encuentra la perla más fina que ha visto nunca, aquélla que merece darlo todo, va más allá de lo material. Es verdad que lo que atrae en primer lugar es el gran valor de estas cosas. Pero lo que da mérito a sus acciones arriesgadas (ponerlo todo en juego, toda la vida que aquí toma la forma de las posesiones y las seguridades en las que uno se apoya, no es nunca fácil), lo que les alienta, no es otra cosa que la ilusión de una vida colmada por una esperanza mayor.
Cuando uno encuentra algo que da sentido a la vida, y el Evangelio, el reino de los cielos, es una propuesta que lo da como ninguna otra podrá nunca pretender, todo esfuerzo es poco y toda renuncia es pequeña, por mucho que también signifique un desgarro en el alma.
Claro que es legítimo hacer uso de los bienes materiales, disfrutar de nuestras cosas, de la casa o de la parcela, de la posibilidad de escapar a la playa… Pero, ¿son estas nuestras finas perlas? ¿Dónde queda el gozo de lo espiritual, de la relación con los amigos y con la familia? ¿Dónde queda nuestra relación con Dios y el compromiso que comporta?
En el seguimiento a Jesús, en la construcción del reino de los cielos anticipándolo ya en la tierra, no hay medias tintas. La tercera imagen de este Evangelio nos lo dice así: en la red caben toda clase de peces, buenos y malos. Y sabemos positivamente que no tenemos fácil catalogarnos en uno de los dos grupos. Ni somos tan santos como quisiéramos, ni tan pecadores como a veces podemos sentirnos. El camino de seguimiento del Señor es precisamente eso, un camino. Un proceso en el que, si vamos apostando por el tesoro descubierto, por la perla de enorme valor, seremos capaces de dar el salto hasta apreciar la riqueza de lo escondido, de lo sencillo. Ese terreno donde Dios se mueve con tanta libertad y con tanta agudeza.
En este camino, por nuestra insensatez o por nuestra debilidad, podemos llegar a desorientarnos. El peligro del “llanto y el rechinar de dientes” es real, y así nos lo advierte el Señor. Por eso nos estimula más la invitación de Jesús a saber sacar del arca lo nuevo y lo antiguo, es decir, a explotar y dar cumplimiento a las virtudes que por su gracia poseemos, llevándolas a plenitud al “vender todo” lo que nos dificulte caminar a la escucha del Maestro.
El resultado será el corazón desprendido de la mujer sabia que es capaz de renunciar a ese tesoro material porque “está a otro nivel”, porque su tesoro está en otro sitio. Está en la construcción del reino de amor (el reino del Amor, con mayúsculas, en el que sólo rige una ley: la de la caridad).
Nunca es mal momento para seguir recordando la necesidad que tenemos en la Iglesia y en el mundo de corazones desprendidos. También en medio del verano podemos hacer una pausa para pedir al Dueño de la mies que cada vez sean más los jóvenes y no tan jóvenes que de un modo desinteresado vendan todo lo que tienen para comprar un tesoro mejor, para edificar el reino de los cielos. Pidamos por las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, a la misión y a la construcción del apasionante proyecto de una vida en común por medio del matrimonio. El Señor sigue tocando los corazones; sigue presentándose en medio de nuestros caminos, donde nos encuentra fatigados y hambrientos, y nos sigue dando los mayores tesoros, con la esperanza de que seamos capaces de apreciar la oferta que nos hace: adquirir un corazón desprendido de lo mundano y entregado por amor a Él y a los demás.
Juan Iniesta Sáez
Sacerdote diocesano