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4 de octubre de 2014

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Voy a cantar en nombre de mi amado un canto de amor a su viña…” (Is 5,1).

En estos domingos, los dos últimos de septiembre y el primero de octubre, el tema del evangelio gira entorno a las parábolas sobre la viña. También por nuestras tierras es tiempo de vendimia y en la Iglesia somos invitados a trabajar en la viña del Señor.

El salmo que recitamos nos hace repetir el siguiente estribillo: “la viña del Señor es la casa de Israel” (Sal 79).

La viña en el Antiguo Oriente es símbolo de una mujer amada: en el Cantar de los Cantares a la esposa se le llama “viña en flor” y la viña en la Biblia es como un emblema de Israel.

Pero la que estaba destinada a dar vida se transforma en agrazón: es el lamento de un hombre desilusionado y de un hombre traicionado. Porque se frustra la expectación amorosa del mismo Dios: Él esperaba derecho y encuentra el derramamiento de una sangre inocente, esperaba justicia y le llegan lamentos.

Ahí tenemos al hombre con la posibilidad de amargar el corazón de Dios, herir el amor y perder la vida. Este es el hilo conductor de la parábola de Mateo de este domingo. La viña se arrienda a unos labradores que a la hora de entregar los frutos al dueño de la viña, deciden quedarse con ellos. La avaricia les ciega. Por eso apalean, apedrean y matan tanto a los siervos como al hijo del dueño. A éste último lo sacan fuera de la viña y lo crucifican.

La parábola es una clara alegoría de Israel, la viña amada por Dios. El pueblo escogido se fue cerrando al proyecto divino, matando a los profetas y al propio Hijo de Dios. Parábola que no ha  perdido actualidad. Refleja la actitud de todos los que ignoran a Dios, desprecian a sus mensajeros y condenan a muerte a su Hijo.

En esta narración Jesús sentía el complot de sus adversarios y la cercanía de su muerte. Hay en esta historia un misterio de pecado, de oscuridad y de obstinación del que todos participamos. Pero el juicio de Dios se cierne sobre la historia, porque un día volverá el dueño de la viña y sorprenderá a los que piensan que Dios es indiferente a nuestras acciones y maldades, que no hay más justicia que la que nosotros decidimos. “Hará morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores que le entreguen los frutos a su tiempo”.

Somos, pues, la viña del Señor y se nos piden frutos. Sin necesidad de que sean cosas espectaculares, sí se nos piden palabras claras y valientes, dichas a tiempo, gestos de solidaridad con quienes lo necesitan. Un obispo español, al respecto, se ha hecho estas dos preguntas:

–        ¿quién está dispuesto a defender el derecho a la vida de cientos de miles de inocentes que todavía no pueden hablar por sí mismos?

–        ¿quién ofrecerá a las mujeres embarazadas que están en situaciones difíciles una alternativa a esa trampa mortal llamada “derecho abortar”?.

Y si a pesar de todo no damos fruto, Dios nos seguirá amando ya que Él no nos olvida, pero nosotros dejaremos de ser viña para ser un montón de raíces secas y sin sentido: “si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Para nada aprovecha ya sino para tirarla y que la pisen los hombres”. (Mt 5,13)        

 Pio Paterna Callado
Párroco del Espíritu Santo