+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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6 de febrero de 2016
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¿Qué tendría Jesús para que la buena gente, el pueblo humilde, que se sentía abandonado como ovejas sin pastor, le escuchara con tanta atención que hasta se olvidara de comer? Había descubierto en Jesús a alguien que sintonizaba con sus inquietudes y que, con sólo escuchar sus palabras, se sentía aliviado en sus sufrimientos. Les seducía, sobre todo, la imagen de Dios que Jesús revelaba. Por eso acudían a Él.
“La gente se agolpaba alrededor de Jesús para escuchar la Palabra de Dios”. Comprendo que los pastoralistas nos digan que no hay que obsesionarse con las multitudes, que las masificaciones son peligrosas, que el servicio prioritario que hoy se nos pide a la Iglesia es cuidar las minorías, para que éstas puedan ser fermento en medio de la masa. Es verdad. Pero Jesús sabía conjugar admirablemente ambas cosas: la dedicación a fondo al grupo de los discípulos y la atención a las multitudes. Es admirable un grupo o una comunidad que vive intensamente la fe y da testimonio de la misma, y lo es también la fiesta popular o una Jornada Mundial de la Juventud, que congrega a miles o millones de personas. La masa deja de ser masa cuando empieza a compartir objetivos comunes.
“Jesús subió a una de las barcas y, desde allí, enseñaba a la gente”. Es admirable este Jesús que improvisa púlpitos y no tiene reparos en predicar desde una barca, mecido por el cabeceo de las olas. Quisiéramos ser una Iglesia tan apasionada por anunciar el Evangelio que aprovecháramos cualquier medio para ello: la conversación directa, capaz de poner en contacto corazón con corazón, el encuentro fugaz en la barra del bar, en el ambón de la parroquia o la humilde hoja parroquial, el micrófono de la radio, la cámara de televisión o las modernísimas tecnologías -el twitter o el facebook- capaces de multiplicar el mensaje en proporciones insospechadas.
Aquel día, después de predicar, invitó a los discípulos a soltar amarras y “remar mar adentro y echar las redes”. A Jesús no le gustar pescar a río revuelto. Mar adentro es el lugar de la inseguridad y de la profundidad, pero también donde las aguas son más limpias y se viven las experiencias más inenarrables.
Jesús se había criado en Nazaret, tierra dentro, y probablemente sabía poco del mar y de la pesca. Era lo que debieron de pensar Simón Pedro y su hermano Andrés, y también Juan y Santiago, los hijos de Zebedeo, cuando Jesús, después de haber pasado ellos una noche de pesca sin lograr nada, les manda remar mar adentro y echar las redes.
¡Qué cosas se le ocurren a este Jesús: pretender dar lecciones de pesca a quienes les habían salido los dientes entre barcas y redes! La primera reacción de Simón, pescador avezado, que conocía el lago al dedillo, hubiera sido negarse, pero cómo resistirse a aquella palabra que sonaba a verdadera. Le dijo Simón: “Maestro, nos hemos pasado la noche entera de pesca y no hemos cogido nada; pero, fiado en tu Palabra, echaré las redes”. Nos sigue diciendo el texto evangélico que “hicieron una redada de peces tan grande que la barca se hundía. Tuvieron que llamar a los compañeros de la otra barca para que les ayudaran”.
Imagino la vieja barca de Pedro y pienso en la barca de la Iglesia, tan humana y tan divina a la vez, con la pesadez que la historia ha ido dejando en sus arterias, avanzando “entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios”, como dijo el Concilio Vaticano II: Una misión que supera las fuerzas humanas, que pide cosas que son aparentemente poco razonables y políticamente incorrectas.
Todos hemos conocido momentos en que parece que todo salía mal; que los mejores empeños eran como machacar en hierro frío; que todo era oscuro como noche cerrada en que no se ven salidas por ninguna parte. Conozco comunidades que están pasando por esta clase de experiencia. A pesar de los esfuerzos, todo nuevo intento parece condenado al fracaso. Es entonces cuando uno se siente confortado al escuchar la palabra de Jesús que nos dice hoy: “Rema mar adentro”, inténtalo una vez más, ten confianza en mí, yo estoy a tu lado en la barca.
¡Pobre Pedro, tan seguro de sí mismo, de sus conocimientos del mar y de la pesca! Su reacción, al ver la redada de peces, es admirable: “Señor, aléjate de mí, que soy un hombre pecador”. El encuentro con Jesús ha puesto al descubierto su pequeñez y su debilidad. Pero así, haciéndose consciente de su insignificancia, es como Jesús le prepara para ser jefe de la Iglesia. Porque el Señor puede hacer cosas grandes con lo poco que somos. “Jesús dijo a Simón: No temas. Desde ahora serás pescador de hombres”.
“Ellos llevaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, le siguieron”. La historia de cualquier vocación es tan luminosa como toda verdadera historia de amor, es la fascinante aventura de quien se siente amado y sostenido por un Amor infinito: Ya vemos, con Jesús es posible que, más allá de nuestros cansancios, de nuestras decepciones y fracasos, renazca la esperanza e incluso un seguimiento nuevo. Es el camino que hoy se abre ante nosotros: dejarnos pescar por la Gracia para ser pescadores de hombres y construir fraternidad. Pedro es el pescador pescado.