+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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27 de febrero de 2016

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Romano Guardini, el famoso filósofo-teólogo alemán de origen italiano, le confiaba a un amigo, poco antes de morir, que, en el día del juicio final, él no sólo sería examinado por Dios, sino que, a su vez, tenía alguna pregunta que hacerle a Dios, y manifestaba su esperanza de conocer finalmente la verdad: “¿Por qué el sufrimiento de los inocentes? ¿Por qué el dolor?”. Para Guardini era un interrogante no resuelto, que le había acompañado durante toda su existencia. Se podría decir que el evangelio de este domingo pone hoy ante nosotros la misma pregunta, suscitada en este caso por dos hechos de crónica negra. Veamos.

La historia de Palestina ha sido siempre agitada y dramática. También lo era en la época de Jesús. Los peregrinos acudían en la Pascua para ofrecer sus sacrificios en el Templo de Jerusalén. Entre ellos venían muchos de Galilea, la región más levantisca contra la dominación romana. Si siempre la situación era tensa, la tensión llegaba al paroxismo en torno a la Pascua, cuando afluían miles de peregrinos. Las fuerzas de ocupación estaban alerta ante cualquier levantamiento o posibles actos terroristas.

Poncio Pilato, el gobernador romano, si no brillaba por su heroísmo, sí brillaba por su crueldad. Despreciando los sentimientos religiosos judíos, cuya ley prohibía el acceso de los paganos al Templo, ordenó que entraran los soldados, bajo la sospecha de que allí se albergaba un grupo de galileos terroristas. Hicieron una verdadera masacre. Junto al horror y la cólera, el hecho suscitó interrogantes, como los suscitan hoy actos parecidos o catástrofes naturales: ¿Cómo Dios puede permitir tales cosas? 

Entre las convicciones de la gente sencilla estaba la de que el mal físico era consecuencia del mal moral. Por eso, a diferencia de lo que sucede hoy, no era Dios el incriminado, sino que se buscaba la culpa en el hombre. ¿Qué mal habrían hecho aquellos galileos para que Dios permitiera tal castigo? ¿Cuál habría sido su pecado?

El caso es llevado a Jesús para que tome partido. Parece que se trata, una vez más, de tenderle una trampa saducea. Cualquier opción por la que se decantara le pondría en una situación grave: le enfrentaría a Pilato o a aquellos grupos revolucionaros, paisanos suyos, cuyo supuesto radicalismo había acabado enrolando a la multitud en una aventura irresponsable. Hasta es posible que hubiera quienes esperaran que Jesús acabara echando la culpa a Dios, como castigo por algún pecado. Es una manera de enjuiciar los hechos que todavía persiste en muchas personas, incluso religiosas. No es raro oír ante determinadas desgracias cosas como éstas: ¿Qué hemos hecho a Dios para que nos envíe esta prueba? Para Jesús no hay relación entre el mal físico y el pecado. “Ni éste, ni sus padres pecaron para que naciera ciego”, dirá en el episodio del ciego de nacimiento.

Jesús, que elude con admirable agudeza situarse en un plano político, va elevar el debate a otro plano para invitarles a todos a la conversión: “¿Pensáis que los galileos muertos eran más culpables que los demás por haber sufrido tal suerte?”. 

Jesús siempre estuvo en contra de todo tipo de violencia personal o estructural. Pero frente a la tentación de buscar sólo culpables externos –las estructuras, la sociedad, el sistema-, quedándonos nosotros fuera y con buena conciencia, Jesús invita a mirar al propio corazón.

Habían acudido a Jesús para abrir un proceso de culpabilidades, y Jesús pone a los emisarios en causa, reenviándoles a su propia conciencia. Como si les invitara a ver cómo participaban ellos de la misma o de semejante violencia. Es importante cambiar las estructuras injustas, que pueden acabar estructurando el corazón del hombre para la violencia. Pero no es suficiente. Es todavía más importante cambiar el corazón del hombre para que mejore el mismo hombre y las estructuras, que son siempre fruto de lo que hay en el corazón del hombre.

Jesús, por si fuera poco, echa mano de otro hecho de la actualidad reciente: El derrumbe de la torre de Siloé, en el centro de la ciudad, había aplastado a dieciocho personas. ¿Pensáis, les dice, que estas personas eran más culpables que el resto de los habitantes de Jerusalén? No sabemos si detrás de aquel derrumbe hubo incuria por parte de las autoridades, si fue la irresponsabilidad de un fabricante aprovechado, de un arquitecto incompetente o, simplemente, un error inevitable, consecuencia de la ley de fragilidad de las cosas. ¿Por qué echar las culpas a Dios y no a las causas segundas, las que dependen de nosotros?

Jesús luchó siempre contra el mal y nos pidió que lucháramos contra toda forma de maldad. Pero nos pidió, ante todo, que luchemos contra el mal que se esconde en nuestro propio corazón “a fin de que no perezcamos nosotros también”. El más grave mal del hombre es el pecado; permanecer en él es condenarse a una muerte más grave aún que la infligida por la policía gubernamental romana o por la caída de la torre de Siloé: Es la muerte del amor: la que, a la larga y a la corta, ha ido sembrando de dolor, de violencia de y de muerte los caminos del mundo.