+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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24 de junio de 2017

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Admirable el caso de aquella viejecita que contaba que mientras sus hijos andaban preocupados poniendo alarmas y puertas blindadas en sus domicilios, ella no tenía miedo; cada mañana invitaba a desayunar al primer pobre que encontraba, fuera cual fuera su aspecto. Acogiendo al pobre, tenía la alegría de haber invitado a Jesús mismo a desayunar.

Preguntaban, hace unos años, los jóvenes de la parroquia al sacerdote de Irak, que contaba que su gente se levantaba cada mañana sin saber si sería su último día de vida, cómo se podía vivir en esa situación. “El evangelio nos ha enseñado a no temer a los que matan el cuerpo”, decía. Y preguntaba, a su vez, a los jóvenes: “¿Teméis vosotros a lo que puede matar vuestra alma?”.

Es bien sabido que una de las diferencias significativas entre un comportamiento infantil y un comportamiento adulto es que, ante situaciones nuevas o desconocidas, en el primero predomina la búsqueda de seguridad, en el segundo, en cambio, la acometividad. ¿Quién no ha visto alguna vez a un niño corriendo a refugiarse entre las faldas de su madre ante cualquier novedad que entrañara algún peligro real o imaginado? ¡Cuántas veces el regazo materno fue cobijo ante el que se desvanecían las pesadillas de nuestros sueños infantiles!

Al ir creciendo, todos hemos presumido de haber superado los miedos y bien que lo disimulamos para no ser tratados como niños. ¿Quién no recuerda haber cantado, alardeando de valiente, cuando le mandaban a buscar algo al viejo desván de la casa? Los mayores sabían que cantábamos porque teníamos miedo y, a veces, hasta tenían el descaro de decírnoslo a la cara.

Las cosas no cambian del todo con los años, aunque vayamos de valientes por la vida. Ante un insignificante dolor o un posible revés de fortuna nos echamos a temblar. Y es que, aunque nos guste proclamar aquello de «¿quién dijo miedo?», hay que reconocer que «el miedo es libre». Bastaría para probarlo ver cómo nos rodeamos de seguros de todo tipo: seguros de vejez o enfermedad, seguros contra incendios o inclemencias climáticas, seguros para el automóvil y la vivienda. Los psicólogos han puesto en evidencia que, cuando llegamos a los fondos de las personas, determinados comportamientos arrogantes no son otra cosa que el síntoma con que se disimula un complejo de inseguridad y miedo. 

Con lo anterior no quiero decir que sea ilegítima la búsqueda sensata de seguridad en un mundo cada vez más inseguro, pero me da pie para poner de relieve la afirmación de Jesús en el evangelio de este domingo: «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo». 

Se refiere Jesús a la posibilidad de traicionar nuestra conciencia, olvidar las fidelidades a las que nos debemos o sacrificar lo definitivo en aras de lo inmediato. Ese tendría que ser nuestro real temor. Lo que más daña a la Iglesia no son las persecuciones sino las cobardías.

Tendría que infundirnos confianza la certeza de que Dios se interesa por nosotros, que a sus ojos valemos infinitamente más que las aves del cielo y los lirios del campo. El Cardenal Cardjin, fundador de la JOC, solía repetir que «el alma de un joven trabajador vale ante Dios más que todo el oro del mundo».

Si creyéramos de verdad que Dios es nuestro Padre, viviríamos sin miedo, en la certeza de que nada definitivamente malo nos puede suceder. Pero ese es el problema, que lo olvidamos. Por eso, a la hora de recibir el sacramento de la confirmación pedimos para los confirmandos, como don del Espíritu, el temor de Dios, que no es vivir temiendo a Dios, sino, más bien, temer que nos olvidemos de Él, que le volvamos la espalda y perdamos el verdadero fundamento de nuestra vida. Este santo temor de Dios es, como dice la Escritura, principio de sabiduría.

En las Actas de los mártires de los primeros siglos, documentos civiles en que se recoge el verbal de los procesos, encontramos testimonios admirables de fortaleza y fidelidad. Recuerdo ahora el proceso del obispo Cipriano, hombre de cultura, pagano, célebre maestro de retórica, que en su madurez se convirtió al cristianismo, se hizo sacerdote y, más tarde, fue elegido obispo de Cartago. Al arreciar la persecución es arrestado, y el procónsul romano le interroga: “¿Eres tú aquí el jefe de esa secta sacrílega de los cristianos?”. Él responde: – “Sí, lo soy”. –“El Emperador ha ordenado que ofrezcas sacrificios a los dioses” – No lo haré”, respondí. Todavía el procónsul, que quería salvarlo porque lo conocía y estimaba como hombre de cultura, intenta que abjure de sus creencias: – “Reflexiona: ¿Sabes que, si perseveras en esta sacrílega secta, serás torturado y decapitado? – “Lo sé”. Bellísima la respuesta de Cipriano: “¿Reflexionar? No tengo necesidad de reflexionar en algo que para mí es tan claro”. Al oír la sentencia que ordena que sea decapitado, Cipriano responde con serenidad: “Sean dadas gracias a Dios”.

Es verdad que en nuestra Iglesia abundamos los mediocres, pero no es menos cierto que la lista de creyentes como Cipriano sería interminable. Bastaría, para confirmarlo, con repasar las actas de los mártires de ayer… y de hoy.