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14 de octubre de 2017

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El Evangelio de este domingo va dirigido en primer lugar a los líderes religiosos de la comunidad judía, que no reconocen ni la propuesta de Salvación, ni la Buena Noticia del Dios de Jesús de Nazaret. También va dirigido a los paganos, con la única intención de explicarles que el mensaje del Reino de Dios es para todos, remarcando la universalidad del Evangelio.

Mateo recurre a la simbología del banquete, ya que necesitamos los símbolos para poder hablar de Dios, debido a que nuestro lenguaje se queda corto, porque de Dios podemos decir mejor lo que no es, que realmente lo que es. Nos faltan palabras para poder hablar de su grandeza, de su bondad y de su misericordia.

En este relato evangélico de Mateo, el banquete es la invitación que Dios nos hace para que nosotros sigamos invitando a los demás y en especial a los más frágiles, a los más débiles y a los más necesitados, para que ellos puedan recuperar su dignidad.

Cuando nos invitan a un banquete de bodas, el sentimiento, la emoción que nos envuelve, es la alegría. ¡Qué alegría nos da poder recordar nuestra propia boda! ¡Nuestro banquete de bodas! Ese lugar de encuentro entre las familias, los amigos, los compañeros de trabajo; pero, sobre todo, es una invitación a Dios porque nosotros queremos que Él forme parte de nuestra vida, de nuestro proyecto de vida en común. El matrimonio es la unión sagrada por excelencia entre un hombre y una mujer que se aman, ya que el amor es la máxima manifestación de Dios.

El Señor está continuamente invitándonos a su fiesta, a su banquete, al encuentro, a la Vida, en definitiva, a que seamos felices. Él tiene siempre preparado el banquete, aunque nosotros estamos dispersos en otras tareas más superficiales, más vacías de sentido, más mundanas, que no es que sea negativo lo mundano, sino que estamos inmersos en tareas menos espirituales. Nos cuesta aparcarlo todo y centrarnos en la invitación del Señor, nos cuesta hacer más oración, pero sobre todo nos cuesta poner en el centro de nuestra vida a Dios. Por todo ello, nuestro aspecto, nuestra vestimenta, que es a lo que se refiere la última parte del Evangelio, a veces habla poco de Dios.

De la misma manera que cuando vamos a una boda nos ponemos nuestros mejores trajes, los cristianos deberíamos ir siempre revestidos del traje de la misericordia, de la bondad y de la ternura.

En la Constitución Pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo actual, en el artículo 19 dice “…en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su propia vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el rostro de Dios y de la religión…”.

El invitado mal vestido del Evangelio, representa al hombre que vive alejado de los excluidos, de los pobres, de los enfermos, de los ancianos, que no sabe descubrir el rostro de Dios en el hermano, amigo, vecino, compañero de trabajo, etc.  es decir, representa al hombre individualista, hedonista, al que no mira ni escucha, porque solo piensa en él, ya que, si estuviera unido a Dios, su belleza, su traje, sería impoluto, porque tendría una seña de identidad; se le notaría la belleza que impregna el ser hijo de Dios. ¿Tenemos conciencia de la importancia que tiene ser hijo de Dios, de pertenecer a la Iglesia, de llevar una vida contemplativa y activa a la vez, donde hagamos presente a Dios en cada momento de nuestro existir?

No puede haber banquete, no puede haber alegría, si alguno de los invitados tiene motivos para llorar. Solo cuando hayan desaparecido las lagrimas de todos los rostros, podremos sentarnos a celebrar la gran fiesta.              

Y para terminar recordamos las palabras del papa Francisco: “… no tengáis miedo ni a la bondad y a la ternura…”, pues es así como Dios nos mira y nosotros debemos mirar a nuestros hermanos.

Mari Carmen Giménez Contreras
Licenciada en Ciencias Religiosas