+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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25 de noviembre de 2017

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Jesucristo es, en general, más admirado que seguido. Quizá para muchos de los que dicen “Cristo sí, la Iglesia no”, el tal Cristo sea más imaginado que conocido, hasta el punto de hacerse la imagen que quieren de él. Pero el Jesús histórico… Ni sus parientes creían en él. Hasta el Bautista tenía sus dudas. A veces lo vemos rodeado de masas que esperaban milagros o le pedían señales, pero, a la hora de la verdad, lo abandonaron. Murió crucificado, como un malhechor.

Pues ese Jesús incomprendido, rechazado, abandonado, crucificado, es celebrado hoy por los cristianos como ¡el Señor! Hay muchos señoritos, pero él es el Señor. Y lo aclamamos así, aunque también a nosotros nos cueste encajar su mensaje. Nos habría sido más fácil, tal vez, seguirlo si se hubiera presentado como un rey dominador, con capa de armiño y corona de oro, pero eligió una corona de espinas y, por trono, la cruz. Nos gustaría también una Iglesia de hombres todos maravilloso, cuya compañía fuera un orgullo, pero, ya ven, salvo las honrosas, geniales y numerosas excepciones de los santos, abundamos los mediocres. Agradecemos que, en esta Iglesia, por no ser perfecta, haya sitio para ti y para mí.

En este último domingo del año litúrgico el Evangelio quiere poner ante nuestros ojos el último acto de la historia humana: el juicio universal. Y ese Jesús, el que fue juzgado y condenado por los poderes de este mundo, aparecerá como juez de los hombres y de la historia. En el día de la verdad quedará al descubierto, más allá de las apariencias, lo que en nuestra vida ha sido trigo y lo que ha sido paja. El evangelista Mateo, usando un género literario solemne y expresivo, quiere manifestar la seriedad del acontecimiento.

Cuando venga en su gloria el Hijo del Hombre, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda”.

A lo largo del año se nos ha ido marcando el itinerario para ser verdaderos discípulos. Hoy se nos recuerda qué es lo decisivo para aprobar o suspender el examen: Seguir a Jesús, imitarlo, ser sus testigos, significa preocuparse de los últimos de la tierra, responder a sus necesidades en la medida de nuestras posibilidades, escuchar en sus gritos la voz misma de Jesús. “Lo que hacéis a uno de estos mis hermanos, a mí me lo hacéis”. 

Tan convencido estaba Mateo de que lo que decía era de Jesús que no duda en repetir hasta cuatro veces las obras de misericordia: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, hospedar al forastero, vestir al desnudo, consolar al enfermo, visitar al encarcelado… Son formulaciones con las que se sintetizan las necesidades de nuestros hermanos.

Siempre que leo este texto del juicio, tan bien escenificado por Mateo, me impresiona tanto la sorpresa de los que son colocados a la derecha de Jesús como la de los que son puestos a su izquierda. Es como si sólo en ese momento se les revelara el sentido último de sus actos.

En realidad, el juicio, que imaginamos futuro y lejano, es un acontecimiento permanente: Cada día vamos labrando nuestro propio juicio. La última y fulgurante venida del Señor en gloria será la prueba de sus otras venidas, discretas y anónimas, pero permanentes, en cada uno de los que nos necesitaban.

Jesús, que es revelación del amor del Padre, tiene palabras de aplauso y, también, palabras durísimas, de condena. Digo esto porque hay quienes condenan de manera implacable la injusticia, y luego, en virtud de un “buenismo” sentimental le quieren negar a Dios ese derecho contra los autores de esas fechorías que claman al cielo.

Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para el mundo se salve por Él”.Yo no he venido a buscar a los justos, sino a los pecadores”. “Cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros…”. La existencia de un solo condenado sería un escándalo, antes para el mismo Dios que para la criatura. Entre el infierno posible y el infierno efectivo, Dios ha interpuesto todo el poder de su amor: la cruz de Cristo. Ha puesto todos los medios para que nadie se cierre a su amor de manera definitiva y plena. En realidad, el infierno, en cuanto rechazo absoluto del Amor, no existe más que de un solo lado, del de aquellos que lo crean para sí mismos.

Todo hombre, cristiano o no, será juzgado con el mismo criterio:por el amor concreto que haya ofrecido o haya dejado de ofrecer a sus hermanos. No basta con no hacer el mal, hay que hacer el bien.