+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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21 de abril de 2018
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Ya conté en alguna otra ocasión el final de Esteban, el pastor manco, que pasó su vida cuidando las ovejas de otros, durmiendo en pobres chozas, transitando, año tras año, desde la meseta castellana a las llanuras extremeñas por los viejos caminos de la Mesta.
Finalizaba el tiempo de agostadero en las cercanías de Ávila. Algunos corderos, ajenos al peligro, buscaban entre las traviesas de la vía del tren las escasas briznas de hierba. El tren irrumpió de improviso cuando Esteban intentaba arrancarlos del peligro. Allí quedó el buen pastor, junto a algunos corderos, roto, irreconocible entre las vías de hierro.
La historia rigurosamente real de Esteban, el pastor pobre, que perdió la vida por salvar al rebaño, me ha recordado siempre al Buen Pastor del Evangelio, el Pastor que da la vida por sus ovejas.
El símbolo del pastor es bien conocido en el Antiguo Testamento. Así se imaginó a Dios el Pueblo de Israel, pueblo de pastores. ¿Quién no ha cantado alguna vez el salmo 22, en que la poesía hebrea raya a tanta altura?: “El Señor es mi pastor nada me falta; aunque camine por cañadas oscuras, nada temo; me conduce hacia fuentes tranquilas, en verdes praderas me hace descansar…”.
Para los oyentes de Jesús la designación de sí mismo como Buen Pastor tenía un significado teológico preciso: significaba que Él era el Mesías, el enviado de Dios para conducir a los hombres a la verdadera vida. Una de las frases que anteceden inmediatamente al texto de hoy, parte de la misma alegoría, reza así: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Jn.10,10). Nada tiene que ver, ni la imagen del pastor ni sus correlativas de la oveja o el rebaño, con las de dominio o de gregarismo. “Él viene sin perros, sin mercenarios ni intermediarios, sin bastón. Viene sólo con los arreos del amor”, dice bellamente san Ambrosio. Se ha hecho siervo para hacernos hijos. Es el pastor que hace pastores, que nos hace a todos partícipes de su misma misión.
La misión del Buen Pastor es consecuencia del proyecto amoroso de Dios Padre: un proyecto de alianza para hacer de la humanidad la gran familia de los hijos de Dios. Por eso, su tarea es la de reunir, buscar la oveja perdida. A esa misma misión sirve la Iglesia, definida por el Concilio Vaticano II, como “signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad del género humano”(LG. 1).
Hace años, los campos de referencia casi exclusivos, cuando se hablaba de evangelización, eran los paganos o la unidad de los cristianos. ¿Dónde están hoy las ovejas alejadas, de las que dice Jesús: “las tengo que traer y escucharán mi voz?”. ¿Serán los muchachos que pasaron por la confirmación y, luego, desaparecieron? ¿Serán los viejos militantes que se alejaron el día de la tormenta o que, sencillamente, se arrimaron a otro sol que pensaban que “calentaba” más? ¿Serán los hijos a los que se inculcó la fe y hoy andan por otros derroteros? ¿Serán todos aquellos que sólo descubrieron a la Iglesia como animadora y gestora de compromisos sociales y, por tanto, fácilmente substituible por otros proyectos sociales o ideológicos? ¿Serán los jóvenes que se cuelan en la procesión fumando, lata de cerveza en mano, para provocar? ¿Serán tantos cristianos en los que acabó helándose una fe rutinaria y sin hondura?
La parábola del Pastor es una llamada a despertar de nuestra dormición misionera; a redescubrir su voz y su mensaje en medio de los miles de palabras y mensajes que nos sacuden cada día; llamada a no emplear otras armas que las del amor entregado, las del servicio. Es el gran encargo pascual que nos dejó el que fue crucificado y ahora vive por los siglos de los siglos.
Hoy se celebra en la Iglesia la Jornada de Oración por las Vocaciones. Nos referimos a las vocaciones que llamamos de especial consagración. Es del día del Buen Pastor y de los buenos pastores y pastoras. Dicen que tenemos una sociedad de profesiones, pero no de vocaciones. Sería lamentable que así fuera. Cuando la profesión se vive como vocación tiene carácter pastoral. Todo hombre es pastor de su hermano. Todas las vocaciones han de ser pastorales: desde el padre-madre al educador; desde el policía al gobernante, desde el obrero manual al investigador. Son tareas para ayudar a otros.
Por más que le pese al clericalismo, dentro de la Iglesia todos estamos llamados a asumir responsabilidades pastorales. Pero hay personas especialmente llamadas a consagrase totalmente a los demás, en una misión especial de servicio y entrega. Son los sacerdotes, los diáconos, los miembros de la vida consagrada y los que se comprometen en la empresa misionera.
Es un día para recordar el ejemplo heroico de muchos consagrados, para agradecer el bien que derrochan, para pedirque se multipliquen estas vocaciones, porque “la mies es mucha y los obreros pocos”, porque hay muchos heridos que curar, muchos pobres a quienes anunciar la Buena Noticia, mucho dolor que compartir… ¡Que pobre sería nuestra Iglesia sin presbíteros, sin la inmensa riqueza de la vida consagrada, sin los misioneros y misioneras…!