+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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2 de junio de 2018
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Cuando los discípulos preguntaron a Jesús dónde quería que prepararan la cena de pascua, él envió a dos de ellos con el siguiente encargo: “Id a la ciudad. Encontraréis un hombre con un cántaro de agua. Seguidle y, allí donde entre, preguntad al dueño por la sala donde comer la pascua”.
La muerte de Jesús estaba cantada. Por eso, sus últimos días transcurren en una semiclandestinidad. Sabía que manifestarse como amigo suyo o prestarle hospitalidad era un riesgo. Por eso lo del “hombre del cántaro” parece obedecer a un código secreto.
La cena de pascua rememoraba anualmente para los judíos el paso de la esclavitud de Egipto a la libertad. Se comía pan ácimo y lechugas amargas, en recuerdo de las amarguras pasadas. El plato fuerte era el cordero. La sangre de un cordero, con la que fueron untadas las puertas de los hebreos, fue el gran signo de la liberación. Todo transcurría con un ritual preciso, cargado de ricos simbolismos.
Es en este contexto histórico y teológico en el que Jesús instituye la Eucaristía. El hombre posee la cualidad admirable de poder hacer de un objeto un símbolo y de una acción un rito. Un ramo de flores, por ejemplo, puede ser mucho más que un puñado de materia vegetal. Recibido como expresión de amor, podemos oír su voz y escuchar su mensaje, como si tuviera un interior y un corazón. El realismo y la eficacia de la Eucaristía, que van más allá de lo puramente simbólico, le vienen de la eficacia de la Palabra de Dios y de la acción del Espíritu Santo. En el sacramento del pan y del vino de la Eucaristía nos dejó Jesús el misterio de su amor entregado.
En el pan, que se rompe como el cuerpo de Cristo, que se parte y se reparte, y en el vino, signo de la sangre derramada, se resume la presencia de una vida vivida como don, dada y rota como ofrenda de obediencia al Padre y por amor a todos. Comida fraterna que anuncia y prepara el banquete del reino de los cielos: “ya no beberé más el fruto de la vid hasta el día en que lo beba de nuevo en el reino de Dios”.
Jesús había comido con los pobres, con los pecadores, pero esta comida tenía una densidad especial. Era su testamento para que la comunidad de sus seguidores siguiera celebrándola hasta su vuelta: “Haced esto en memoria mía”.
El día del Corpus Christi proclamamos y adoramos públicamente la presencia de Cristo en la Eucaristía. En muchos de nuestros pueblos la gente engalana los balcones, lanza pétalos de rosas al paso de la custodia, alfombra de tomillo las calles o las adorna haciendo verdaderas filigranas artísticas. Ahí está Elche de la Sierra con sus preciosas alfombras de serrín.
De la Eucaristía bien celebrada y bien vivida han brotado y siguen brotando los gestos más gratuitos de amor, las entregas más comprometidas, los compromisos de amor más arriesgados y definitivos. Por eso, en la fiesta de Corpus se celebra el “Día de la Caridad”. La Eucaristía nos invita a preguntarnos con quién compartimos el pan, la vida, lo que somos y tenemos, y a quienes excluimos. En la Eucaristía entramos en comunión con Cristo, con su entrega, con su amor, con su estilo de vida. La Eucaristía, cuerpo de Cristo entregado, hace de los que la comen un solo cuerpo. “Cuantos comemos del mismo pan formamos un solo cuerpo” (Cf. 1 Cor.10,14-22).
No sería ésta una buena celebración si no nos sintiéramos llamados con singular fuerza a hacer realidad la comunicación cristiana de bienes con los necesitados. “Tu compromiso mejora el mundo”, nos grita Cáritas.
Y, desde la Comisión Episcopal de Pastoral Social invitamos a:
1.Vivir con los ojos y el corazón abiertos a los que sufren: Hemos de abrir los ojos y el corazón a todo el dolor, pobreza, marginación y exclusión que hay junto a nosotros.
2. Cultivar un corazón compasivo: Frente a la tentación de la indiferencia y del individualismo debemos cultivar la compasión y la misericordia, que son como la protesta silenciosa contra el sufrimiento y el paso imprescindible para la solidaridad.
3. Ser capaces de ir contracorriente: Para que los intereses económicos no estén nunca por encima de la dignidad de los seres humanos y del bien común.
4.Ser comunidades capaces de compartiry poner al servicio de los hermanos los bienes materiales, el tiempo, el trabajo, la disponibilidad y la propia existencia. Comunidades capaces de poner a la persona en el centro de su mirada, palabra y acción. La caridad es transformadora.
En la plegaria eucarística hay dos momentos especialmente significativos en los que se manifiesta la fuerza transformadora de la Eucaristía. Son las dos invocaciones al Espíritu Santo que hacemos en la celebración eucarística. En la primera pedimos al Padre que envíe su Espíritu para que el pan y el vino se conviertan en el cuerpo y la sangre del Señor. En la segunda, invocamos la acción del Espíritu sobre la comunidad eclesial para formar un solo cuerpo. En ambas expresamos el dinamismo transformador que encarna la celebración eucarística y descubrimos la necesidad de ser instrumentos de renovación del cosmos y de la humanidad, desde la comunión con Cristo.