+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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22 de junio de 2019

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Llegados a finales del mes de junio, fecha que señala la terminación de las actividades del año pastoral 2018-2019, y clausurada la Misión Diocesana en la que tantas energías e ilusiones se han puesto, centramos nuestra atención en la celebración litúrgica y vivencia personal y comunitaria del Corpus Christi.

La solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo es, sobre todo, una fiesta de amor. Es el regalo más grande que Cristo nos dejó. Jesús de Nazaret, por amor, quiso quedarse con nosotros bajo las formas de pan y vino. Y esa generosidad es lo que estamos agradeciendo y celebrando. En todo el orbe cristiano las procesiones del Corpus Christi, con la presencia real de Cristo en la Eucaristía, en la Custodia, van anunciando por calles y plazas el aroma del amor de Dios. Celebramos a Jesucristo Eucaristía, hecho presencia real y ofrenda llena de amor, hasta dar la vida por nosotros.

Jesucristo, que murió, resucitó, ascendió a los Cielos, y está sentado a la derecha de Dios Padre, permanece real y verdaderamente presente en la hostia consagrada en la Custodia y en los Sagrarios de todo el mundo. Y ahí está vivo, en cuerpo, sangre, alma y divinidad; es decir, con todo su ser de Hombre y todo su ser de Dios, para ser alimento de nuestra vida espiritual. Y este es el gran misterio que conmemoramos en la Fiesta de Corpus Christi.

La Eucaristía es el regalo más grande que Jesús nos ha dejado, su presencia viva entre los hombres. Al estar presente en la Eucaristía, Jesucristo ha realizado el milagro de irse y de quedarse. Cierto que se ha quedado – como si dijéramos – escondido en la Hostia Consagrada, pero su presencia no deja de ser ciertamente real por el hecho de no poder ver humanamente su persona.

Sin embargo, es tan real la presencia de Jesucristo, Dios y Hombre verdadero en la Eucaristía, que, cuando nos acercamos y comemos la hostia consagrada, no recibimos un mero símbolo, o un simple trozo de pan bendito, o nada más que la hostia consagrada -como podría parecer- sino que acogemos a Jesucristo mismo, penetrando todo nuestro ser: su humanidad y su divinidad entran a nuestra humanidad -cuerpo, alma y espíritu- para dar a nuestra vida, su Vida, para dar a nuestra oscuridad, su Luz.

Fundamentalmente, el misterio del Cuerpo y la Sangre de Cristo es un misterio de Amor, pues la presencia viva de Jesucristo en la hostia consagrada es muestra del infinito amor de Dios por nosotros, sus hijos. En la Eucaristía se hace presente nuevamente el sacrificio de Cristo en la cruz, su entrega de amor por todos los hombres. Por ello, al recibir a Jesucristo, todo Dios y todo Hombre en la Sagrada Comunión, recibimos su Amor, y en virtud de esto somos transformados en templos del Amor Divino y testigos del amor de Dios, para llevarlo y compartirlo con los demás.

Jesucristo se nos ofrece como alimento y fuerza espiritual para seguir en el camino del Evangelio. Teniendo tan buen compañero, Cristo, no debemos temer a las incomprensiones o rechazos de nuestro mundo. Si Cristo no fue entendido por una gran mayoría de su tiempo, tampoco es de extrañar que –en nuestra época- nosotros, como miembros de su Cuerpo, que es la Iglesia, seamos incomprendidos y rechazados por algunas personas. Ser amigos de Cristo, conlleva poner a Jesús en el corazón del mundo y, ese mundo, no siempre está dispuesto a funcionar con criterios evangélicos.

La Eucaristía es el misterio de un Dios entregado, de un Dios que, siendo totalmente inocente, muere en la cruz para salvarnos; de un Dios que se queda realmente presente entre nosotros bajo las especies consagradas de pan y vino. Comemos y bebemos el pan y el vino del amor y de la entrega. Y, a la vez, somos invitados a “partirnos”, como el pan, y a alimentar a nuestros hermanos con la fe, la caridad, la entrega, el ejemplo de nuestras vidas y el servicio gratuito y generoso a los demás. Somos invitados a entregarnos como Cristo, dando y dándonos, sirviendo y salvando.

La Eucaristía que adoramos y con la cual nos alimentamos nutre nuestra alma, aumenta la gracia y acrecienta la unión con Jesucristo; nos da fuerza y energía para cumplir la voluntad de Dios y para evitar el pecado; nos fortalece en las tentaciones y nos impulsa a amar a Dios y a los hermanos; nos une en comunión con Cristo y con el prójimo y nos va asemejando a Jesucristo.

Que el amor a Jesucristo en la Eucaristía, y que hacemos muy presente en la celebración de la Solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor, se acreciente en todos nosotros y que su gracia nos santifique de manera que en cada instante cumplamos la voluntad de Dios y seamos testigos vivos de su amor.