+ Mons. D. Ángel Fernández Collado
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5 de junio de 2021
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Al celebrar la Solemnidad litúrgica del Corpus Christi o exponer el Santísimo Sacramento de la Eucaristía en la Custodia para la veneración de los fieles se recita esta oración que expresa nuestros sentimientos y la realidad en lo que creemos y celebramos: “Oh Dios, que en este Sacramento admirable nos dejaste el Memorial de tu Pasión; Te pedimos nos concedas venerar de tal modo los sagrados misterios de tu Cuerpo y de tu Sangre, que experimentemos constantemente en nosotros el fruto de Tu redención”.
La Iglesia se admira ante el Santísimo Sacramento en el que Cristo nos dejó el memorial de su Pasión y pide al Señor que nos conceda venerar de tal modo los sagrados misterios de su Cuerpo y de su Sangre, que experimentemos constantemente en nosotros el fruto de su redención.
La solemnidad del Corpus Christi tiene como finalidad esta veneración; es decir, el sumo respeto y el culto reverente al Santísimo Sacramento del Altar, no solo durante la celebración de la Santa Misa, sino también en la reserva eucarística en el sagrario, en la exposición solemne o en la bendición y en las procesiones eucarísticas.
El motivo de esta veneración es la presencia de Cristo bajo las especies eucarísticas. En el Santísimo Sacramento de la Eucaristía están contenidos, verdadera, real y substancialmente, el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo y, por consiguiente, Cristo entero. Así lo enseña el Concilio de Trento.
La presencia de Cristo en la Eucaristía es una presencia real por excelencia, por ser substancial: “por la consagración del pan y del vino se opera el cambio de toda la substancia del pan en la substancia del Cuerpo de Cristo nuestro Señor, y de toda la substancia del vino en la substancia de su Sangre, enseña también el Concilio de Trento.
Las apariencias no cambian: lo que parecía pan y vino sigue pareciendo pan y vino, pero la realidad última que sustenta estas apariencias sí se transforma en virtud de la palabra de Cristo y de la acción del Espíritu Santo. San Ambrosio comenta: “La palabra de Cristo, que pudo hacer de la nada lo que no existía, ¿no podría cambiar las cosas existentes en lo que no eran todavía? Porque no es menos dar a las cosas su naturaleza primera que cambiársela”.
La Eucaristía no es un pan cualquiera, sino el “pan de la vida”, ya que procede de Dios, la verdadera fuente de la vida. Cuando Israel atravesaba el desierto, era Dios quien lo alimentaba con el maná, significando así su presencia eficaz en medio de su pueblo y simbolizando el alimento que viene de lo alto: la palabra de Dios, ya que “no solo de pan vive el hombre, sino de todo cuanto sale de la boca de Dios” (cf Dt 8).
La presencia de Dios en medio de nosotros llega a su máxima expresión con la Encarnación del Verbo: el Hijo de Dios, la Palabra de Dios, se hizo carne. Él es, en persona, el maná, el pan de la vida: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre” (cf Jn 6,51-58).
Jesús mismo se hace alimento para que, recibiéndolo con fe, tengamos vida eterna: “en el misterio de la Eucaristía se muestra cuál es el verdadero maná, el auténtico pan del cielo: es el Logos de Dios que se ha hecho carne, que se ha entregado a sí mismo por nosotros en el misterio pascual” (Benedicto XVI, Verbum Domini 54).
San Agustín dice que comer el pan de la vida, comulgando sacramentalmente, exige “permanecer en Cristo y tener a Cristo permaneciendo en sí” y, por consiguiente, implica formar parte de la unidad del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia: “El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan” (cf 1 Cor 10,16-17).
Que el Señor nos conceda, al venerar los sagrados misterios de su Cuerpo y de su Sangre, observar su palabra y permanecer unidos a Él en su santa Iglesia.