11 de diciembre de 2007
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Benedicto XVI explica el sentido de su encíclica “Spe Salvi”. El Adviento es el tiempo propicio para despertar en nuestros corazones la espera de Aquel «que es, que era y que viene» (Ap 1,8). El Hijo de Dios ya ha venido en Belén hace veinte siglos, viene también en todo momento en el alma y en la comunidad dispuesta a recibirlo, vendrá de nuevo al fin de los tiempos para «juzgar a vivos y muertos». El creyente ha de estar, por ello, siempre en actitud vigilante, animado de la íntima esperanza de encontrar al Señor, como dice el salmo: «Espero el Señor, / mi alma espera en su palabra. / Mi alma aguarda al Señor / más que el centinela a la aurora” (Sal 129,5-6).
Este tiempo es el más indicado para ofrecer a la Iglesia entera y a todos los hombres de buena voluntad mi segunda encíclica, que he querido dedicar precisamente al tema de la esperanza cristiana. Se titula Spe salvi, porque se abre con la expresión de San Pablo: «Spe salvi facti sumus – En esperanza fuimos salvados” (Rm 8,24). En este, como en otros pasajes del Nuevo Testamento, la palabra “esperanza» está estrechamente ligada con la palabra «fe». Es un don que cambia la vida de quien la recibe, como demuestra la experiencia de tantos santos y santas. ¿En qué consiste esta esperanza, tan grande y tan «fiable» para decir que en ella tenemos la «salvación»? Consiste en sustancia en el conocimiento de Dios, en el descubrimiento de su corazón de Padre bueno y misericordioso. Jesús, con su muerte en cruz y con su resurrección, nos ha revelado su rostro, el rostro de un Dios tan grande en el amor de comunicarnos una esperanza indestructible, que ni siquiera la muerte puede frustrar, porque la vida de quien se confía en este Padre se abre a la perspectiva de la eterna bienaventuranza.
El desarrollo de la ciencia moderna ha confinado siempre la fe y la esperanza a la esfera privada e individual, tal y como hoy aparece de modo evidente y hasta dramático, que el hombre y el mundo tienen necesidad de Dios – ¡del Dios verdadero!– pues, de lo contrario, quedan privados de esperanza. La ciencia contribuye mucho al bien de la humanidad –sin duda -, pero no hasta tal punto de redimirla. El hombre es redimido por el amor, que hace bella y buena la vida personal y social. Por esto la gran esperanza, la plena y definitiva, está garantizada por Dios, por el Dios que es amor que en Cristo nos ha visitado y nos ha dado la vida y que volverá al final de los tiempos. ¡Es a Cristo a quien esperamos es en Él en quien confiamos! Con María, su Madre, la Iglesia va al encuentro de su Esposo: lo hace con las obras de caridad, porque la esperanza como fe, se demuestra con el amor.