24 de diciembre de 2022

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Muy queridos cristianos de la Diócesis de Albacete:

Llega la Navidad, un misterio grande y hermoso que se entiende mejor con los ojos cerrados y el corazón arrodillado.

En Belén, pequeño pueblo donde nació Jesús, se yergue desde hace siglos una gran iglesia, una hermosa basílica. Llama la atención que siendo tan grandes sus proporciones, tenga solo una pequeña puerta para ingresar en ella y está muy baja, pues, para ingresar hay que agacharse. Sí, el que así la diseño, entendía que para entrar en el misterio del Dios hecho hombre hay que hacerse pequeños. A Dios se llega por el camino de la humildad.

Junto al Pesebre, que con cariño y fe se ha preparado en el Obispado y en la capilla de la casa episcopal, donde debo permanecer en estos momentos para seguir recuperándome de la operación oftalmológica que me realizaron, como todos sabéis, el pasado mes y que va evolucionando favorablemente. En primer lugar, deseo daros las gracias por vuestras oraciones y preocupaciones por mi salud, las cuales el Niño Dios os las premiara, y que gracias a ellas me siento unido a cada uno de vosotros, fieles cristianos de esta diócesis albaceteña. Igualmente deseo hacer llegar a todos, como Obispo, como pastor en esta Iglesia que camina en la diócesis de Albacete, mi saludo y felicitación navideña, deseando que la luz que llega de Belén pueda iluminar vuestras vidas y llenarlas de esperanza.

El misterio de la Navidad nos habla de un Dios que vino a compartir nuestra suerte, de un Dios que siendo grande se hace pequeño para que nosotros seamos engrandecidos por su amor. Que, al conmovernos y emocionarnos en esta Fiesta tan grande, podamos entender la gran verdad de que, como dice el Papa Francisco: «Dios nos ama, y su existencia no es una amenaza para nosotros. Él está cerca con el poder salvador y liberador de su Reino; Él nos acompaña en la tribulación y alienta incesantemente nuestra esperanza en medio de todas las pruebas».

Dios, nuestro Padre, de muchas maneras nos dice que Él está y va con nosotros y que nos espera. Con el nacimiento del Hijo de Dios en Belén, Él Dios grande y poderoso, se hace pequeño, frágil, tierno, y es el mismo Dios.

San Juan en el Evangelio nos escribe: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14). Al ser concebido en María, y al nacer en el Pesebre, es el mismo Dios que se aproxima, se acerca totalmente a nuestras personas y posibilidades. Y es verdad ¿qué niño, más aún el de Belén, nacido en un pesebre, puede alejar? El hijo de Dios en María es todo mansedumbre, bondad, es amor. Es el Dios Amor, quien habla en el Pesebre. El Dios que se ha hecho niño nos dice lo cerca que está de todo ser humano, cualquiera que sea su condición.

Contemplar a Jesús en el Pesebre, nos abre al amor de Dios por nosotros, a sentir y creer que Dios está con nosotros y que nosotros estamos con Él, no estamos solos; todos hijos y hermanos, gracias a aquel Niño Hijo de Dios y de la Virgen María.

Las luces del Pesebre nos dicen que Jesús, el Verbo eterno, es la luz que vino al mundo: «El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo» (Jn 1, 9); y más adelante, recogiendo las mismas palabras del Señor, dice. «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12). Su cercanía trae luz donde hay oscuridad e ilumina a cuantos atraviesan las tinieblas del sufrimiento y de tantas formas de muerte.

El nacimiento del Hijo de Dios en un pesebre nos ayuda a comprender mejor las palabras de Jesús, cuando dice: «…en verdad os digo que, si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos…» (Mt 18, 3). Nos enseña la actitud que debemos practicar para encontrarnos con Él: “Quien no acoge a Jesús con corazón de niño, no puede entrar en el reino de los cielos”.

De todos es conocida la respuesta de los pastores al escuchar el anuncio de los ángeles en la noche de la Navidad: «…vayamos, pues, a Belén, y veamos lo que ha sucedido y que el Señor nos ha comunicado» (Lc 2, 15b). Ellos son los primeros testigos de lo esencial, es decir, de la salvación que se les ofrece. Son los más humildes y los más pobres quienes saben acoger y vivir en profundidad el acontecimiento de la Encarnación.

San Lucas dice que María «dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada» (Cf. Lc 2, 7). No habiendo un lugar conveniente para la madre y el nacimiento de su hijo, el parto del hijo de María, e Hijo de Dios, tiene lugar allí a donde van a comer los animales. ¿Cuántos niños vienen al mundo en lugares precarios en nuestro entorno y en este tiempo, en nuestro país, en nuestras mismas ciudades y pueblos, en aquellas familias que no tienen casa, que viven en campamentos, asentamientos o en la misma calle?

En la debilidad y en la fragilidad, Dios esconde su poder que es capaz de crear, recrear y transformar. En un niño ha querido Dios revelar la grandeza de su amor; así, en el Pesebre de Belén, así como también en la Cruz de Jerusalén. El nacimiento de un niño en el seno de una familia, en el amor de su padre y madre, en la entrega mutua sin egoísmos de un varón y una mujer siempre es un acontecimiento especial. Pues, mirar, el de este, el del Hijo de Dios, el de Jesucristo, nos ha traído paz, alegría y esperanza, siempre nosotros queramos acogerla en nuestros corazones y vidas personales.

Esta Navidad nos damos cuenta, una vez más, que necesitamos muchísimo que Dios renueve en cada uno y en todos la ESPERANZA, para vencer tantos temores, y que nos permita vislumbrar nuevos horizontes que nos hagan caminar guiados por la luz que es Él, Jesucristo, nuestro misericordioso Señor y Salvador.

Queridos amigos, en los Belenes de nuestras iglesias y de nuestras casas, plazas y calles, miremos a Jesús y dejémonos mirar por Él. Como los pastores y los Magos de Oriente acerquémonos hasta el Niño-Dios a quien María y José contemplaron con dulzura. Todos miremos al Señor y a cojamos su amor, no solo en Navidad, sino siempre. En el gozo y la prosperidad, en el dolor y dificultad, cualquiera que sea nuestra edad, condición o raza, miremos a Jesús y encontraremos en Él la ternura de un Dios que nos invita a seguirlo y a reconocerlo en los hermanos y hermanas, de manera especial en los más pequeños y pobres como Él quiso ser y que nos dice con amor y ternura: no tengáis miedo, yo estoy con vosotros.

Que la Navidad nos recuerde que somos muy valiosos a los ojos de Dios y que Él no nos deja solos. Que Jesús sea nuestro tesoro, su Palabra nuestra guía, su salvación nuestro premio. Vivamos en familia, en paz, estos días. Celebremos a Jesús y la salvación que nos trae siendo más fraternos viviendo con gozo y esperanza nuestra a fe.

Queridos hermanos y hermanas de esta bendita Diócesis de Albacete, en la llanura manchega, que tengáis una feliz y santa Navidad y que todos tengamos un bendecido y próspero año 2023.