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24 de diciembre de 2019

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¡Contemplemos y adoremos a nuestro Salvador!

            ¡Feliz Navidad a todos queridos hermanos! El gozo y la alegría invaden nuestro corazón al celebrar este gran acontecimiento para el cual nos hemos estado preparando durante el tiempo de Adviento. ¡Es Navidad! ¡Dios se hace hombre entre nosotros, Dios se hace niño en Belén de Judá!

            Ante la grandeza y el misterio luminoso de la Navidad, Dios que se hace hombre, nuestra mente se queda perpleja intentando asimilar este acontecimiento desconcertante. Dos naturalezas, divina y humana en la única persona del Verbo, en Jesucristo. Aquel que había dado forma a todo el Universo, recibe la condición de esclavo, siendo ahora uno más; aquel que era eternamente Dios, toma ahora una carne humana, se hace hombre, niño recién nacido; aquel que era adorado en la inmensidad del firmamento, baja ahora a la tierra y es envuelto en pañales; aquel que reinaba en el cielo, reposa ahora en un pobre pesebre.

            Ante este misterio de amor divino, la Iglesia nos invita a asimilarlo desde una actitud profundamente contemplativa, de gozosa admiración y alabanza. “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14).

            En la liturgia de la Navidad hay una invitación constante a acercarnos a este hecho admirable con una mirada contemplativa y gozosa. Mirada que sólo es posible realizar desde la fe. Porque sólo desde la fe es posible penetrar la hondura del misterio; sólo desde la fe es posible descubrir la grandeza de Dios manifestada a través de la pequeñez del niño de Belén. La gloria de Dios, que es la manifestación de su presencia y de su cercanía, sólo es percibida por los creyentes, es decir, por los que saben fijar su mirada no en lo superficial, en lo que aparece, sino en la hondura del misterio.

            Los salmos nos ayudan adentrarnos en la profundidad del acontecimiento: la manifestación del nacimiento eterno del Verbo que, desde la eternidad, procede del Padre: «Tú eres mi Hijo: Yo te he engendrado hoy» (Salmo 2). Y las del Salmo109: «Eres príncipe desde el día de tu nacimiento, entre esplendores sagrados; yo mismo te engendré como rocío antes de la aurora». Al proclamar estos salmos, la Iglesia no piensa sólo en el nacimiento de Belén, sino que su mirada se adentra en la misma intimidad del misterio eterno de Dios pues, el nacimiento temporal de Cristo de las entrañas de la Virgen María no es sino la prolongación y manifestación de la generación eterna del Verbo. De este modo, la intimidad de Dios se proyecta en el tiempo y se encarna en la historia, en un contexto humano entrañable: Dios se hace hombre, niño recién nacido en Belén.

            Jesucristo, el Hijo de Dios, acepta la pobreza de nuestra carne a fin de hacernos entrar en posesión de las riquezas de su divinidad. Aquel que es la plenitud de la vida, se vacía de sí mismo, se despoja de su gloria, a fin de hacernos participantes de su propia plenitud.

            Agradecidos, contemplemos y adoremos a nuestro Salvador, al Niño Dios, a Jesucristo Redentor. Y cristianicemos nuestras casas e instituciones con signos y objetos navideños. Vivamos y celebremos cristianamente la Navidad. ¡Feliz Navidad a todos!

+ Ángel Fernández Collado
Obispo de Albacete